Contar una historia en televisión siempre fue para mí una experiencia solitaria. Contarla en teatro es una experiencia compartida.
A pesar de que en televisión, en el momento de la emisión, sé que hay muchísimas personas viendo eso que hace algunas semanas escribí, nunca tuve la sensación de compartir. Me acomodo solo en mi casa, o con mi pareja, o con algún amigo, a lo sumo, y vemos el programa. Luego vienen los tuits, donde el público se manifiesta, y los mensajes de WhatsApp, con los cuales los más cercanos te cuentan sus impresiones. Así, la experiencia del guionista tiende a diluirse. Quizá no sea el caso de los actores, que por ser las caras visibles de la ficción reciben a diario las devoluciones del público.
En el caso del teatro, la situación es completamente diferente. El público está allí presente y se manifiesta de manera directa en el momento de la función. Y, curiosamente, cuanto más pequeño el teatro (por ejemplo, en el Espacio Callejón), mucho más intensa es la sensación de compartir. Hay comunión. Sin duda, tiene que ver con el hecho vivo.
La televisión está cambiando. Siempre está cambiando. Desde que tengo memoria que está cambiando. El teatro evoluciona, y mucho: en sus contenidos, en sus formas. Pero su formato es siempre idéntico a sí mismo: nos juntamos en un lugar llamado teatro, nos sentamos cerca de perfectos desconocidos y compartimos eso que ocurre sobre el escenario.
Hoy la tele se ve en casa, en una compu, en el teléfono. Se puede ver de a muchos, de a pocos, o solo. Se puede ver en su horario de emisión o en forma diferida a través de internet.
El teatro conserva los condimentos propios de la ceremonia. El teatro, creo yo, es antes que nada ceremonia. La tele no. Nunca lo fue. Quizás en una época el hecho de que la familia se reuniera a ver tal o cual programa fue una forma de ceremonia. Pero esa tradición se perdió. Demasiado rápido. Y es más, en algún momento se criticó mucho esa modalidad porque la familia comía viendo la tele y se perdía el diálogo en la mesa. Hoy casi añoramos esa costumbre, porque al menos todos estaban viendo lo mismo al mismo tiempo. En la actualidad, cada uno tiene su propio programa en su celular (chateando, mirando videos o lo que sea).
Evidentemente, el hecho de ser muchos los que miramos un mismo programa no nos convierte en público. Ser público es otra cosa. Es crear un lazo con alguien que no conozco por el hecho de estar en el mismo lugar, en el mismo momento y unidos por haber elegido ver ese particular espectáculo. Sentimos que tenemos, con ese desconocido, algo en común. Quizás sea ésa la función más importante del teatro: crear un lazo social.
Hace poco más de un año me puse al frente de Espacio Callejón. Curiosamente, empecé a imaginar junto a Adrián Suar Silencios de familia también hace cosa de un año. Durante el día escribo para la tele, y a las siete de la tarde corto y camino hasta mi sala. Me gusta estar con los elencos un rato, ver cómo se sienten, acompañarlos. Me gusta ver cómo va llegando el público, me encuentro con muchos que me conocen por mi labor, charlamos sobre el “Calle”, sobre las obras, sobre el teatro alternativo, sobre el teatro comercial. En algunos casos compartimos un vino antes de la función.
Asimismo, voy de vez en cuando al estudio de grabación donde se realiza Silencios… También allí me gusta acompañar. No siempre está todo el elenco junto (casi nunca, en realidad). Me gusta saludar a los técnicos, que el apuntador me convide mate. Pero el ritual es distinto. Hay algo que falta. Es el público. El público en la tele es intangible. El público del teatro es de carne y hueso.
Sin embargo, pese a todas las diferencias que señalo, hay algo que ocurre en ambos casos. Tiene que ver con la magia de la ilusión. Pensemos en el teatro. Estoy viendo a mi hijo Agustín mientras interpreta a Román en Los ojos de Ana. Me conmueve especialmente lo que ocurre con él en la escena. La obra termina y sospecho que quizá mi emoción sea sólo personal, motivada porque ese que está ahí es mi hijo. Pero noto el aplauso. Noto la emoción que recorre al resto de los espectadores. Ya no soy el padre de Agustín, soy su público. Porque no es sólo a mí a quien ha emocionado su trabajo.
Pensemos ahora en la televisión. Una escena se ensaya una y otra vez. Es una escena emocionalmente complicada. Los personajes van a definir sus mutuos sentimientos quizás por primera vez. Están Flor Bertotti, Suar y Julieta Díaz en el decorado. Barone, el director, pide la toma. Los tres actores fluyen de manera impensada. Nada en el previo ensayo podía preanunciar semejante entrega. La toma se desarrolla sin tropiezos. El director grita “corten”. Y ocurre algo que no es nada habitual: todo el plantel técnico estalla en un aplauso. La ficción, encarnada por los actores, logró convertir a ese grupo de trabajadores en otra cosa: los convirtió en público. Y así, por un momento fugaz, el estudio de grabación se transformó en un teatro.
Se trata de uno de esos momentos mágicos que de vez en cuando se viven en un set de grabación. En el teatro ocurre casi todas las noches.
*Autor, director y guionista de Silencios de familia. A cargo de Espacio Callejón.