El martes pasado estuve muerto por primera vez en mi vida. La muerte fue un equívoco divertido hasta que comenzó a preocuparme. Todo comenzó con un llamado de Sarah, que había salido por unos minutos del Hospital Británico: “Lo acaban de matar en Twitter, y me está llamando todo el mundo”.
No entendí: creí que me estaba diciendo que tal o cual me estaba "matando" en los mensajes. No tengo Twitter y hace poco volví tímidamente a Facebook. También me borré del Google Alert: lo hice el día en que me descubrí a mí mísmo demasiado pendiente de la opinión de los demás, buscándola como si fuera un pase de cocaína.
Pero bueno, ahí estaba Sarah, del otro lado del teléfono, diciéndome que su celular no paraba de sonar.
—Que lo mataron, lo dieron por muerto, me decía.
Yo estaba internado en una discreta habitación del Hospital Británico desde el fin de semana, con una importante disfunción renal. Hasta ese mismo día había estado en terapia intensiva, y esa mañana comenzaron a dializarme.
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