Daniil Simkin ya se ha convertido en un habitué de los escenarios porteños, desde que apareció en la Primera Gala de Ballet organizada por el Grupo Ars en 2011, luego de la cual regresó en varias ocasiones más. El estilo de este bailarín refinado y explosivo, en el que se perciben técnicas tradicionales y avances modernos, no pasó desapercibido por los balletómanos argentinos. Sin embargo, este ruso nacido en 1987, criado en Alemania y radicado en Nueva York como estrella del American Ballet Theatre, aspira a que la danza no pertenezca a un reducido círculo de especialistas. Ahora, se presenta con Intensio, una coproducción suya junto al Joyce Theatre, donde comparte escenario con otros bailarines del ABT y de Les Ballets Jazz de Montréal, quienes harán cuatro coreografías de Alexander Ekman, Jorma Elo, Gregory Dolbashian y Annabelle Lopez Ochoa. La propuesta, que se verá los días 12 y 13 de noviembre en el Teatro Coliseo, es descripta así: “Refleja mi visión de hacia dónde pueden ir el ballet y la danza contemporánea. No es una gala sino una velada con una integridad artística y gran despliegue visual”.
—¿Qué visión tenés de la danza?
—La danza es una forma de arte muy básica: los animales primero interactuaron en movimientos; luego aparecieron la voz, las canciones, los otros sentidos. La danza tiene un potencial increíble para tocar a la gente en un nivel muy primario, potencial que no tiene ninguna otra forma de arte. El ballet no es sino una forma muy refinada, muy codificada del movimiento. El problema del ballet es que tiene una imagen anticuada, elitista, como algo que sólo un grupo selecto entiende, pero en el fondo es extremadamente básico, accesible para todo nivel, edad y cultura. Además es multicultural: no necesitás un idioma para explicar lo que la danza quiere decir.
—Estás muy involucrado en los nuevos medios de comunicación a través de internet. ¿Qué relación tiene esto con tu visión de la danza?
—El contacto directo entre los bailarines y la audiencia nos permite mostrarle que tenemos vidas normales, gustos normales; romper con esa imagen anticuada, elitista y, llegar a nuevas generaciones, que pueden conectarse así con la danza y, por ejemplo, con ver hermosas fotos del backstage.
—Siendo uno de los mejores bailarines del mundo hoy, ¿qué te estimula a seguir progresando?
—Es muy fácil tener un buen show, pero el gran desafío es ser estable, tener funciones constantemente, ofrecer a la audiencia una experiencia similar siempre y, a la vez, mejorar física, emocional y dramáticamente, porque es parte de nuestra profesión ser juzgados. La gente que avanza es la que no está feliz con lo que logró y busca más. Esta insatisfacción es una maldición, porque nunca estamos felices con lo que hicimos, pero es lo que nos hace crecer como artistas y como seres humanos.
—Dentro de esos aprendizajes, en tu caso, ¿cómo comenzaste a aprender danza?
—Mis dos padres fueron bailarines. Mi madre, en cierto modo, tiene una herencia directa de Agripina Vaganova [1879-1951, iniciadora del método de la Escuela de Ballet Imperial, de San Petersburgo] porque su maestra estuvo en las últimas clases de Vaganova. Mi madre me enseñó durante diez años. Empecé a dar funciones cuando tenía 5 años y era un niñito tierno. A mis 9 años, mi mamá dijo que yo ya no era más un niñito tierno y empezó un entrenamiento de ballet desde las bases. Sin ir a ninguna escuela, fui a competencias y me conecté con el mundo de ballet. Luego estuve tres años en el Ballet de la Opera de Viena, y pasé a Nueva York, donde estoy desde hace siete años