Cuando Adrián Suar y Marcos Carnevale nos convocaron a Claudio Lacelli y a mí para escribir la historia de este romance en el convento –historia que meses después pasaría a llamarse Esperanza mía–, nos enfrentamos al desafío de tratar de contar mucho más que un amor prohibido entre una monja (o novicia, en este caso) y un sacerdote.
La propuesta era generar un relato moderno y atractivo, alejándonos en lo posible de las referencias ineludibles a antecedentes melodramáticos del estilo de Camila o El pájaro canta hasta morir, ya que se trataba de una comedia familiar.
Así fue como comenzamos a delinear una pasión más inocente, si se quiere, a partir del personaje de Esperanza (Lali Espósito). Ella es una joven pueblerina que, investigando los motivos de la sospechosa muerte de su madre adoptiva, es testigo involuntario de un crimen. Como consecuencia de esto debe escapar porque su vida corre peligro. Así es como va a parar a Buenos Aires, al Convento de Santa Rosa, donde encuentra refugio gracias a la ayuda de la madre superiora (Ana María Picchio), a quien se le ocurre hacerla pasar por novicia para protegerla y mantenerla oculta.
Los elementos de suspenso y acción se combinan con los recursos clásicos de la telenovela o culebrón: durante su viaje en ómnibus a la gran ciudad, ella conoce a Tomás (Mariano Martínez), quien se sienta junto a ella y el flechazo es inmediato. El está vestido de particular, y recién al día siguiente ella descubrirá, al verlo colocarse el cuello clerical, que es un sacerdote. Y como “los caminos del Señor son inescrutables”, el padre Tomás Ortiz será designado unos días después como cura párroco de la Capilla del Convento de Santa Rosa, donde Esperanza está refugiada.
De ahí en más, nada podrá evitar que el amor haga lo suyo, a pesar de los obstáculos que se les interpongan: la vocación religiosa de él, los secretos y las mentiras de ella para ocultar su verdadera identidad… y el hecho aún más grave todavía de que la empresa familiar de los Ortiz, perteneciente a Tomás y al inescrupuloso de su hermano Máximo (Tomás Fonzi), sea responsable de la muerte de Blanca, la madre adoptiva de Esperanza.
Dos ingredientes más se suman para condimentar esta historia: el humor y la música. El resto del elenco cuenta con actores y actrices de gran trayectoria, además de sobrado talento musical.
Otro gran desafío como guionistas es el de lograr una tira exitosa frente a la competencia de las llamadas “latas” del exterior. Es el caso de Las mil y una noches (la novela turca de El Trece que es lo más visto de la televisión) y lo fue también el año pasado Avenida Brasil.
Nadie conoce la fórmula del éxito. Podemos debatir y analizar las razones que podrían explicar por qué de pronto una producción extranjera conquista un lugar en el corazón de los argentinos: una buena historia, actuaciones creíbles, una producción impecable, etc., etc. Pero lo cierto es que en la historia de la televisión mundial más de una vez esa misma combinación de elementos no llevó al éxito esperado y hasta es más: produjo algún que otro fracaso.
Más allá de las ventajas con las que corren algunas producciones foráneas, y que podrían tener que ver con los presupuestos que manejan, es indudable que existe un mayor respeto por la opinión de los autores y también es mayor el peso que se les otorga en las decisiones. Lamentablemente en el mercado local, el papel del autor ha venido perdiendo terreno en los últimos años y está muy lejos de ser lo que era en los tiempos de Alberto Migré o Alejandro Doria, por ejemplo. Y no se trata de una falta de talento. Los guionistas argentinos son muy valorados internacionalmente. Lograr que el sistema reconozca esto y luchar contra la llamada “invisibilidad de los autores” es fundamental para que entre todos podamos recuperar el prestigio que la ficción local supo tener.
Es sabido que con el avance de internet y las nuevas plataformas, la búsqueda y conquista del público televidente se amplía y se diversifica. Los espectadores más jóvenes van perdiendo la costumbre de sentarse todas las noches frente al televisor en un mismo horario para seguir un programa determinado. Ahora pueden mirar su serie favorita a través de Netflix, usando la computadora, la tablet o conectándose a la red desde un celular. Si se perdieron un capítulo de un programa que va al aire por televisión abierta, saben que podrán verlo al día siguiente en la página web del canal o en YouTube, donde algún fan se habrá encargado de subirlo.
Para nosotros como autores esto implica un enorme desafío en la lucha por lograr la fidelidad del público, más allá de las obsoletas mediciones de rating que no tienen en cuenta esta diversificación. Atraer a los televidentes y mantenerlos enganchados al punto de que no quieran perderse un episodio; lograr que la trama les resulte interesante día a día para que acompañen a los personajes en el desarrollo de una historia a lo largo de todo un año, es un objetivo muy ambicioso.
Aun así lo cierto es que cada día, al enfrentarnos a la hoja en blanco, nos mueve el motor de la pasión por lo que hacemos y más allá de esperar la visita de las musas inspiradoras, confiamos en algo que nos caracteriza a las personas desde el nacimiento de la Humanidad: el interés por los relatos, la magia de que nos cuenten un cuento.
* Guionista de televisión (Malparida, Solamente vos, Esperanza mía, entre otros) y de cine y teatro.