Antes de la nota, un amigo periodista me contó que Luis Salinas tuvo que dejar de jugar al fútbol porque era arquero y necesitaba cuidar sus manos. Apenas entré al bar de Rivadavia y Alberti, donde el guitarrista me citó, lo primero que noté fue que, en efecto, sus manos estaban mucho más cuidadas que las mías (y eso que suelo gastar un cuarto de mi sueldo al mes en la peluquería). Pero no me sorprendió sólo eso, sino también su discurso. Con un crucifijo colgado de su cuello, Salinas es casi poético; todo lo compara con el amor. “Soy un tipo que no fuma, no toma ni se droga. Y eso que tuve oportunidades. Creo que uno puede hacer lo que quiere, mientras su vida no dependa de eso. Es como en el amor, uno no puede depender de otra persona. Uno tiene que ser uno, acompañado, pero siempre uno”, dice.
A días de haberse presentado junto con Mercedes Sosa en la reinauguración del Teatro Coliseo Podestá de La Plata, el autor de Ahí va dará un show en el Teatro Opera el vienes 15 de diciembre. “Es una celebración, un concierto de festejo porque éste fue un muy buen año. Grabé Muchas cosas, viajé a Europa, donde se empezaron a vender discos míos que no se conocían y toqué con la Negra Sosa, algo que no es fácil porque: ¿quién puede estar a la altura de lo que ella hace?”, dice.
— También está mezclando su próximo disco. Adelánteme de qué se va a tratar.
— Es un homenaje a los compositores del folclore y del tango que admiré toda mi vida. Es un compromiso porque tengo que tocar las melodías tal cual son. En eso estoy, grabando doce horas por día e intentando ser el mejor padre posible. C omo estoy separado, es difícil y quiero disfrutar a pleno de Juan, mi hijo, que tiene seis años y es la edad más linda.
—¿Cómo es su vida?
—Mi madre siempre decía: “Primero la persona, después lo que haga”. Hay una etapa de vivir el presente, que es cuando estás solo. Pero cuando hay un hijo todo cambia, hay una responsabilidad. El 80 por ciento de lo que hago es en función de Juan. Uno empieza a buscar más seguridad para que no le falte nada. Antes de ser padre, yo ni siquiera estaba en Sadaic.
—¿Resulta difícil vivir de la música en Argentina?
—Sí. Hay lugares que le exigen al músico que recién empieza que dé el valor de 70 entradas para poder tocar.
—¿Y a usted, que ya es reconocido, también le es difícil?
—También tengo que luchar porque, una vez que se llega a un determinado nivel, no se lo quiere perder. Cuando empecé tocaba casi todos los días, hasta que me dijeron que no lo hiciera más porque la gente se iba a aburrir y no iba a ir más a mis shows. Ahí empecé a hacer una estrategia para tocar una o dos veces por año. La gente me tiene que extrañar, hay que brillar por la ausencia.
—Usted pasa del bolero a la bossa nova y del blues al jazz y al candombe. ¿También se debe a una estrategia para que la gente no se aburra?
—Desde chico me ha gustado tocar diferentes cosas. No es una postura. En el arte y en el amor, las cosas son de muchas formas.
—¿Cómo era su vida antes de vivir de la música?
—Nací en Monte Grande y me crié hasta los 10 años en Villa Diamante. Vine muy de abajo y juntábamos comida del suelo. Sin embargo, tuve una madre maravillosa que nunca me obligó a trabajar. Yo igual salía. Fui sodero, trabajé en una fábrica de hongos y fui tapicero. Después ya pude conseguir mis primeros manguitos con la música, a eso de los 13 años.
—¿Dónde tocaba?
—En bailes, cantinas, cabarutes... Cantaba boleros en Avellaneda. Como ya a los 15 años era muy alto, me hacía pasar por más grande. Era pianista. Lo maravilloso es que yo nunca miré la hora, Para mí tocar es una maravilla, no es un trabajo. Yo, por suerte, pude descubrirme a mí mismo musicalmente. Hubo gente que se enojó cuando toqué algún bolero. Pero yo necesitaba hacerlo para emocionarme. Hago lo que me gusta y por eso el público me va a respetar siempre. Puede que no le guste, pero me va a respetar.