El Ballet Estable del Teatro Colón, dirigido por Paloma Herrera, cierra su temporada 2017 con el clásico de temática navideña El cascanueces, en este caso, con coreografía creada por Rudolf Nureyev en 1967, repuesta por Aleth Francillon. Macarena Giménez, Maximiliano Iglesias, Nadia Muzyca y Juan Pablo Ledo alternarán en los roles principales. Entre el 23 y el 30 de diciembre –ayer hubo transmisión en vivo en la Plaza Vaticano–, se desarrollarán las funciones, con dirección musical de Enrique Arturo Diemecke, al frente de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, que ejecutará la conocida música de Piotr Ilich Tchaikovski. Antes de ellas, Francillon, quien fuera bailarina en el Ballet de la Opera de París desde 1965 y fuera luego convocada por Nureyev, conversó con PERFIL.
—¿Cómo ha sido el proceso de montaje de esta obra?
—Fue muy sencillo para mí, porque es una obra que trabajo desde hace mucho tiempo. La primera vez que hice El cascanueces de Nureyev fue en 1987. Desde entonces, la he montado una treintena de veces como invitada en grandes teatros.
—¿Qué caracteriza a esta versión de “El cascanueces”, frente a otras, como el original de 1892, de Marius Petipa y Lev Ivanov?
—Esta versión es muy psicoanalítica. Se acerca mucho al cuento de Hoffman [El cascanueces y el rey de los ratones, de E.T.A. Hoffmann], donde hay un costado muy negro y extraño, que Rudolf hizo aparecer. Se trata de una niña que crece y crece, al mismo tiempo que el juguete que recibió de regalo, hasta que este se vuelve un hombre. Ella, la primera vez que lo ve, es una niña pequeña; va creciendo en su espíritu y en su manera de danzar, para llegar a la apoteosis del gran pas de deux donde se ve bailar directamente a un hombre y una mujer. El interés del público solo puede sostenerse si los intérpretes logran generar la duda sobre si esto que está ocurriendo es un sueño, una pesadilla o si, quizás, este costado mágico de Drosselmeyer [una suerte de mago, padrino de la protagonista] ha sido una manipulación para volver a Clara una mujer. Es una cuestión que se mantiene abierta. En esta versión, no hay nada de cuento de hadas, ni caramelos ni confites. Esos divertimentos, esas superficialidades, no existen para nada en la versión de Rudolf.
—¿Cuándo conoció a Nureyev? ¿Qué recuerda de él y de la vida de trabajo compartida?
—Lo conocí en la Opéra, donde estuve por cuarenta años. Primero lo conocí como bailarín; luego, como director mientras yo todavía bailaba, y finalmente, como vio que yo entendía rápido las cosas y que las podía explicar, me dio su confianza y la oportunidad extraordinaria de remontar este ballet. Fue un extraordinario bailarín que llevó la danza clásica a los gustos del presente; él mismo revisitó y transformó su danza rusa, para volverla más contemporánea. Fue también un gran coreógrafo y, como hombre, era extremadamente exigente pero extremadamente justo. El brindó a la compañía de la Opera de París nuevos deseos de bailar, le dio una nueva visión sobre cómo utilizar el cuerpo. La rutina comenzaba a las 10 de la mañana y los ensayos se extendían hasta las 19. Eran muchas, muchas, muchas horas de trabajo. Era el método de trabajo de Rudolf. Muchas niñas, a los 4, 5 años, dicen que, cuando sean mayores, quieren ser bailarinas. Es un sueño de infancia. Pero luego, para convertirse en bailarín, no es más un sueño, sino mucho trabajo: muchas horas de trabajo y de sufrimiento. Y de alegría también.
—¿Podría comparar esta rutina con la de compañías de América Latina, como el Colón?
—Advierto diferencias, que son resultado de acuerdos, de convenciones. Acá los bailarines, por ejemplo, parece que deberían seguir bailando hasta no sé qué edad… ¡60 años! Eso es absolutamente imposible. No se puede bailar tanto tiempo. En Europa, se trabajan muchas más horas por día, una rutina muy intensa, pero la carrera del bailarín es mucho más corta. A los 45 años, ya no se puede trabajar a tiempo
completo con energía y voluntad.
“Me invito Paloma Herrera”
La anterior vez que Aleth Francillon había venido al Colón, en 2009, con el teatro cerrado, terminó en escándalo, con una carta abierta que dirigió al entonces director, Pedro Pablo García Caffi. Francillon compara aquella experiencia con el presente: “Tuve problemas con García Caffi. Fue un momento muy lamentable. El fue no sólo injurioso hacia mí, sino que era además incompetente. Ahora acepté hacer este montaje, porque esa persona no está más. Además, hace dos años, el coreógrafo Pierre Lacotte me había pedido que montara en Buenos Aires La sylphide; yo acepté, pero luego me volvió a llamar para decirme que no iba a ser posible, porque la directora del Ballet, Mme. [Silvia] Di Segni, no quería que yo viniera. Esto muestra que una persona puede ser muy negativa para un ballet: no hacerlo crecer, no darle oportunidades, hacerlo descender. Ahora, esta invitación me la hizo Paloma y, en parte, acepté por ella, por quien tengo un gran respeto. Es una suerte para este ballet tener a Paloma Herrera como directora: es formidable y muy cultivada. Ha bailado tantos roles como solista y desde tan joven, que lleva muy bien a la compañía, a la que yo encuentro muy en forma. Hay muchos jóvenes en el cuerpo de baile, que están muy bien. Esperamos que la dirección actual siga mucho tiempo, ya que es muy difícil para bailarines, cantantes o músicos tener cambios de dirección demasiado frecuentes.
Un director debe armar su programación con unos tres años de anticipación, lo que permite invitar artistas”.