En un año electoral, los fantasmas de Shakespeare sobrevuelan Argentina en busca de espíritus ambiciosos para poseer.
En una localidad bonaerense, un ciudadano de la Roma de Coriolano toma la palabra: “¡Queridos amigos! Con lo que les sobra a los poderosos bastaría para ayudarnos, pero piensan que somos demasiado caros de sostener. La delgadez nos devora, el espectáculo de nuestra miseria es como el inventario detallado de la cuenta de su abundancia. Venguémonos antes de ver a nuestras familias y a nosotros mismos reducidos al estado de esqueletos. Saben los dioses que cuando hablo así es porque tengo hambre de pan y no sed de venganza… Nunca se han preocupado por nosotros… Decretan edictos sobre la usura, pero para defender a los usureros. Cada día anulan una ley establecida contra los ricos y en contrapartida promulgan alguna nueva ley tiránica para encadenar y contener a los pobres. Si las guerras, pestes y enfermedades no nos devoran, ellos lo harán”.
El senador romano Menenio, transmutado en algún ministro nacional, ensaya una respuesta: “Los patricios sienten por ustedes la más bondadosa solicitud. Aunque puedan golpear al mismísimo cielo con esas estacas, el Estado romano continuará con la ruta emprendida, rompiendo miles de obstáculos de una naturaleza mucho más fuerte que la oposición que ustedes hagan”.
Desde la Casa Rosada, el presidente Macri, en forma más escueta, declara: “Si ganamos, iremos en la misma dirección pero lo más rápido posible”, y luego se funde en un abrazo con Pichetto.
Volumnia, madre de Coriolano, ahora materializada en asesora de campaña, aconseja a su candidato: “Ahora es preciso que hables al pueblo, no según nuestras luces, no según nuestras inspiraciones y los impulsos de tu corazón, sino con palabras aprendidas por rutina, aunque sean falsas y no guarden relación con tu verdadero criterio… En este asunto la acción es elocuencia, y los ojos del ignorante son más aptos para comprender que sus oídos”.
El candidato Coriolano asiente y, antes de salir a timbrear por las provincias, responde: “Lo haré. ¡Y que entre en mi alma alguna prostituta! ¡Que mi voz guerrera se cambie en voz de flauta como la de una mujer o una virgen que canta para dormir a los niños! ¡Que las sonrisas de los pillos vengan a elegir domicilio en mi rostro y que las lágrimas escolares enternezcan mis ojos!”.
Planteada la contienda electoral, no faltarán las arengas de los candidatos para sus militantes más fanáticos, resaltando su origen humilde frente al de los “niños bien” de turno: “¿Qué puedo decirles más de lo que les he dicho? Recuerden que enfrentan a un racimo de vagos. ¿Y quién es el que los conduce? Un despreciable, ¡un sopa de leche que en su vida ha sentido el frío más que debajo de sus zapatos de nieve! ¡Echemos a estos bandidos más allá del mar!”. Así es como Ricardo III, rey de Inglaterra, ahora barón del Conurbano, se dirige a sus seguidores desde su ricardomóvil ploteado con colores estridentes. Más tarde, en plena contienda y con lluvia de denuncias, estará dispuesto a cambiar su reino por un caballo o un fallo favorable.
También habrá desertores, panqueques, que augurando un cruel desenlace decidirán cambiar de bando y sumarse al espacio más conveniente. El emblema de ellos es Enobarbo, representado en Antonio y Cleopatra: “Oh, luna divina, cuando la historia persiga a los traidores con un recuerdo odioso, seme testigo de que el pobre Enobarbo se arrepintió ante tu faz… ¡Oh, Antonio! Eres más noble que infame es mi rebeldía. Perdóname en el secreto de tu corazón, pero ¡que el mundo me clasifique en sus registros entre los desertores de sus amos!”.
En Recoleta, Cristina Fernández es seducida por una encuestadora estrella que, poseída por una bruja escocesa, le vaticina que Alberto será rey. Esta posibilidad nunca había sido tenida en cuenta por él. Sin embargo, aquella sentencia dispara sus fantasías de poder. El hombre, un Macbeth de Puerto Madero, duda y se pregunta: “¿Y si fracasamos?”. Cristina responde como una lady: “¿Fracasar, nosotros? Tú tensa el valor hasta el límite y no fracasaremos”. Así se lanzan los Fernández de Escocia.
Lavagna, Urtubey y la gran avenida del medio, ahora angosta como bicisenda, capturados por Enrique V, repiten como mantra: “Nosotros pocos, nosotros banda de…”, al mismo tiempo que Massa, abrumado por el fantasma de Kirchner, se pregunta si “ser o no ser”.
Nada nuevo bajo el sol, que vio cómo hace 400 años un poeta inglés describía a estas almas en pugna con una pluma tan delicada como universal.
*Director del Festival Shakespeare BA. Miembro de la Orden del Imperio Británico.