En las paredes se entremezclan DVDs y Blu-Rays. La cantidad es abrumadora, el equivalente audiovisual a un escritor o editor que acumula libros. En una de las paredes los estantes llegan hasta el techo, no hay forma de circular por el comedor de la casa de Marcelo Piñeyro y no extasiarse por el cardumen de películas y series. Apenas se traspasa la puerta se capta que uno está en el hogar de alguien que ama eso. Como para coronarlo, en uno de los resquicios libres, el afiche original, enmarcado, de Las alas del deseo, de Wim Wenders. Desde el techo cuelga un proyector, y se adivina que ese sillón de dos cuerpos es el que elige Piñeyro para tirarse a ver y rever su colección tan ecléctica, donde se empujan Woody Allen, El Señor de los Anillos, y clásicos que sólo pueden pertenecer a alguien enamorado del cine en su totalidad.
Y el amor, en casi todas sus facetas, es el eje de Ismael, su última película, pequeña podría decirse, rodada en Barcelona y que se estrena en nuestro país el próximo jueves. Una historia –bella, contundente, redonda– donde el niño del título, por querer saber, por querer querer, desnuda lo que los adultos se ocultan para no sufrir. Una historia donde, curiosamente, no hay villanos sino gente perdida. “Creo que eso es lo que nos pasa a todos: nos cuesta mucho relacionarnos con el otro”, dice el cineasta mientras enciende uno de los tantos cigarrillos que fumará a lo largo de la charla. “Cuando uno interactúa con personas no hay villanos. Creo que la mayor cantidad de enfrentamientos que se dan entre las personas surgen de malentendidos. En las familias se generan abismos insalvables que se generan por malentendidos que no supieron enfrentarse en su origen y que con el paso del tiempo se fueron agigantando. Quien más te daña es quien más te ama, porque son los daños que más te duelen: la traición, la decepción. Nos cuesta mucho cuando surge el malentendido poner el pie en el freno; al contrario, nos dedicamos a acumular resentimiento. Entonces las personas eligen no sentir para vivir mejor, pero en verdad sufren menos sin vivir mejor”.
La obra de Piñeyro se caracteriza por interrogar de un modo tangencial a la realidad, desde el poco lugar que se les da a los jóvenes (Tango feroz), la corrupción judicial (Cenizas del paraíso) y el dinero como fetiche (Plata quemada) en los 90 hasta la infructuosa voluntad de encierro para sobrevivir (El método y Las viudas de los jueves) en la última década. ¿Hay, entonces, en este acento en la incomunicación, una observación sobre la realidad argentina? “No es un fenómeno local”, dice. “Siento que estamos incapacitados para escucharnos. Los unos y los otros, todos. Las diferencias que hay son tan pequeñas... La solución que te proponen es ‘hay que dialogar’, pero ese ‘hay que dialogar’ significa ‘haceme caso a mí’. Hay que escucharse, hay que pensar lo que dice el otro, hay que permitirse cambiar. Siento que estamos tontamente sordos.”
Uno de los temas determinantes en la carrera de un director de cine es cómo conseguir el dinero para filmar. Piñeyro lleva veinte años en su oficio, con más aciertos que pifias en lo que a taquilla se refiere. Aun así, mientras apaga un cigarrillo y enciende otro, explica que es un tema que le sigue condicionando su trabajo. “Hay proyectos para los que nunca conseguí dinero y no los pude realizar”, dice. “Es cierto que me hacen muchas ofertas, pero que no me interesan. En ese sentido, la cosa se ha puesto complicada. Financiar es complicado. Depende de qué tengas ganas de hacer. Yo lo que decidí a esta altura de mi vida es que si un proyecto no me calienta, no lo hago. Hago las películas que si no las hago me hace daño. No digo que sea complicado en cuanto a conseguir fondos públicos. Supongo que si llevara un proyecto al Incaa no habría problema. El drama es que son limitados y no quiero condicionar mi cine a eso. Hoy en Argentina hay productores interesantes, y supongo que si les llevara un proyecto mío lo leerían con atención. Pero hay algo que me pasa con los productores extranjeros que no me pasa con los de acá: me llaman para preguntarme en qué ando, qué estoy preparando, qué tengo ganas de hacer. Está muy bueno filmar afuera, pero un poco te agobia estar tanto tiempo fuera de tu casa. Vivo acá, lo tengo clarísimo, no se va a modificar. Pero rodar afuera está bueno, las condiciones de producción son aceleradas. No te digo que allá no existe la incertidumbre que acá ocupa el primer plano, pero está tan en segundo lugar que a veces no me entero”. El interrogante, entonces, es si ese esporádico exilio laboral le resulta injusto para su trayectoria. “A mí la vida me dio la posibilidad de hacer películas en un país pobre como éste, y eso es una responsabilidad. Yo tuve una educación pública de excelencia. Tuve la suerte de que el público me acompañó. Todos esos privilegios generan una responsabilidad. Y creo que la cultura ocupa un lugar central en la sociedad. Los establishments suponen que es algo suntuario, y nuestro rol es hacerles entender que no es así. Aporta mucho más a la Argentina que haya habido cuatro películas en Cannes que cuatro años de trabajo del Ministerio de Relaciones Exteriores. El tema es que hay mucha mezquindad en el medio, y cuesta mucho pensar en el cuadro general y no en el beneficio propio. Aquellos a los que nos va bien tenemos la obligación de pensar en cómo ayudar al que está mal. Siento que hay una imposibilidad de pensar más allá de uno mismo. El cine argentino nos conviene, pero no es un nombre propio. Y tampoco se puede pensar una política cinematográfica que sólo sea útil para los cineastas. Además, hay una gran confusión entre moda y moderno. El esnobismo nos hace daño no sólo en el cine, daña todo lo que es la cultura. Cada modelo tiene su política cultural. La del neoliberalismo va por dos lados: lo masivo, que apunta bien abajo en cuanto a la calidad, y lo elitista, que parece revolucionario pero no lo es porque no lo ve nadie. Lo que intenta matar lo neoliberal es lo que hizo grande al cine: apuntar para arriba en lo masivo”, concluye la charla, como si Piñeyro mismo fuera Ismael, ese niño que mete el dedo en la llaga de quienes han dejado de sentir, de pensar y de hacer algo por los demás.