Trick or Treat (travesura o dulce), alertan los niños americanos en Halloween mientras golpean la puerta de cada vecino en busca de caramelos. La “amenaza” en cuestión calza perfecto a la hora de definir el estado emocional que atraviesa Marcelo Tinelli, hombre que, según confirman varias fuentes, no sólo está soltero, sino que anda relativamente despreocupado en la carrera del rating; por lo menos, no muestra esa desesperación ganadora que lo caracteriza. Obvio que, alguien capaz de organizar la maratón gay y calzarse tacos, está lejos de tirar la toalla. Sin embargo, una cosa es querer que le vaya bien, y otra muy distinta disputar el mejor lugar dentro del podio olímpico televisivo criollo.
Motivos para reducir la marcha tiene. Por un lado, y a pesar de que sigue haciendo suspirar a las adolescentes (pregunten en los colegios “chetos”), ya entró en los cincuenta, vio morir a dos personas muy queridas, y aunque vuelve a estar soltero, dudo que a esta altura de la soiré se emocione con la legión de gatos que no sólo quieren conquistarlo, sino sacarle un hijo; devoción maternal que, entre otras cosas, asegura una manutención duradera. Con su familia ya formada y una catarata de guerras ganadas, sería lógico que Tinelli adhiriera a los preceptos que le susurra al oído su amigo Federico Ribero, fanático de “El Arte de Vivir”, la fundación que impulsó el Ravi Shankar, y elija llevar una existencia más sabia, centrada en lo espiritual. Claro que también podría ocurrir todo lo contrario.
En Miami conocí a Don Francisco, mítico creador del Teletón; suerte de Marcelo Tinelli, pero con muchos más años encima (más de 70), y ninguna intención de pisar el acelerador. Contra lo que se observa en televisión, cuerpo a cuerpo luce más malo que una araña; eso sí, tiene un carisma descomunal. A simple vista, su carrera parece milagrosa en términos de éxito y extensión. La realidad marca otra cosa. A través de las décadas, el famoso conductor se recicló varias veces, tantas como para convertirse en un importante jugador dentro del negocio de las telecomunicaciones; es decir, amplió su espectro de acción.
El derrotero de Don Francisco sirve para ejemplificar las opciones que tienen las grandes figuras cuando cruzan la barrera de los cuarenta (los hombres un poco más tarde).
Sintetizando: recostarse en los laureles o reinventarse. Por ejemplo, cuando Mirtha Legrand empezó a almorzar, pasados los cuarenta largos, ya era una leyenda, pero resultaba inubicable. Igual que Mecha Ortiz, Delia Garcés y otras divas de su época en el cine de oro criollo, sólo le quedaba actuar en papeles menores o recibir homenajes públicos. La señora esquivó ese destino saltando al vacío sobre un formato (los almuerzos) riesgoso que salió bien aunque pudo haber fallado. Y hay más: se le mancó el caballito de batalla comedero y volvió a arriesgarse con la actuación en La Dueña, por Telefé.