Sociedad, política y tiempo son variables que, tomadas en conjunto, permiten mensurar los procesos históricos, sus alcances y consecuencias. Desde este tridente conceptual, entonces, se puede analizar el debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo, el rechazo del senado nacional a la iniciativa y el futuro posible.
En términos conductuales, las posiciones en torno a la despenalización del aborto cristalizaron ciertas prácticas nocivas que definen el violento presente. Al margen de las consignas vociferadas y los argumentos expuestos, quedó en evidencia el civismo primitivo de una parte de la sociedad. En los últimos meses, el mensaje simbólico de los pañuelos militantes (los verdes y los celestes) tuvo algunos adeptos que, en el afán de defender una idea que consideran justa, cayeron en el más rancio autoritarismo.
Esgrimiendo una pretendida superioridad moral, la intolerancia prohijó insultos a legisladores, burlas a la fe, acusaciones de asesinato y descalificaciones ideológicas. Hubo también enfoques dogmáticos sobre la educación sexual, apelaciones maniqueas en relación al valor de la vida y referencias desmedidas sobre la muerte y el genocidio. Para peor, en una clara muestra de razonamiento fascista, representantes de la Iglesia Católica llegaron a tildar al gobierno de Mauricio Macri de dictadura si la rechazada media sanción era convertida en ley.
En este clima ajeno a la racionalidad, sin embargo, el sistema político hizo un buen trabajo. El profundo y acalorado trámite parlamentario, sumado al activismo de las organizaciones civiles en la esfera pública, aceitó y encendió los motores de la República. Ya sea movidos por la convicción o empujados por el sentir de la calle, todos los partidos se comprometieron con un debate urgente y necesario, incluso quienes habiendo ejercido el gobierno durante más de una década le negaron al aborto un lugar en la agenda política.
Partiendo de lo anterior hay que mirar y pensar la calidad legislativa. Salvo honrosas y contadas excepciones, en la cámara alta se impusieron la baja densidad argumental y la pobreza retórica. En este contexto, además, no pocos senadores asumieron posiciones que los alejan de sus doctrinas de origen. Y entonces surge la pregunta eterna: ¿la banca es del partido o del representante? Algo es seguro: anteponer razones personales a demandas colectivas tiene un costo político. Todos lo saben.
Desde lo institucional, en cambio, el gobierno de Cambiemos trazó un puente con la posteridad. Se sabe: la despenalización del aborto tendrá que volver a transitar el camino legislativo en otro momento. Sin embargo, nadie podrá quitarle al oficialismo el mérito que supone haber propiciado uno de los debates más importantes de la democracia desde 1983. Visto a la distancia y más allá del resultado final, al solicitar que el Congreso Nacional trate el tema, el Presidente de la Nación interpretó una de las demandas ciudadanas más importantes de su contexto histórico. En eso consiste, entre otras cosas, hacer buena política.
Los cambios profundos llevan tiempo. La despenalización del aborto es una transformación pendiente. Tarde o temprano, la modernidad se impone sobre el dogmatismo. Así lo marca el devenir de la humanidad y el desarrollo universal. Hay que decirlo: en pleno Siglo XXI, el oscurantismo está vigente. Por eso existen sectores ultramontanos que pretenden erigirse en matriz ética de la sociedad, ubicando sus creencias y valores por encima de las funciones de un Estado democrático. Esa es la batalla cultural que hay que ganar. En este marco, se avecina otra disputa: la separación entre Estado e Iglesia. Llegado el momento, la sociedad, la política y el tiempo harán su tarea.
*Lic. Comunicación Social (UNLP). Miembro del Club Político Argentino.