Amor y razón de Estado, en distinta proporción, confluyeron durante siglos en los motivos que llevaron al altar a los reyes de toda Europa. El júbilo popular, las glorias de una nación representadas en la pompa, e incluso la tragedia, matizaron algunas de las más famosas bodas reales.
La próxima boda del príncipe Guillermo de Inglaterra y Kate Middleton, no es ni un evento social de gran pompa ni un asunto meramente familiar. Se trata de una cuestión nacional, con trascendencia histórica, política e institucional para Gran Bretaña.
La armonía matrimonial que ambos puedan desplegar en la vida nacional, la simpatía que sean capaces de generar, la discreción pública y familiar, y la educación de sus hijos son cuestiones relacionadas estrictamente relacionadas con la continuidad y la estabilidad de la Monarquía británica y el funcionamiento del país.
Las bodas reales como un evento público masivo son apenas un invento del siglo XX. En Inglaterra, el matrimonio de Enrique VIII con Catalina de Aragón, en 1509, fue casi secreto, aunque no muchos años antes (en 1468) la suntuosísima boda de la princesa Margarita de York (hija de Eduardo IV) con Carlos el Temerario, Duque de Borgoña, habría demandado un gasto de 325 millones de dólares de nuestra época.
En 1893, el príncipe Jorge (futuro Jorge V de Inglaterra) se casó con la prometida de su hermano mayor, la princesa Mary de Teck. La desafortunada novia se había comprometido con el otro príncipe que murió poco antes de la boda, y la familia decidió que se casara con el hermano.
La boda fue muy austera y con menos de cien invitados: lo más importante era siempre hallar al cónyuge adecuado. Tenía que pertenecer a la realeza y cumplir ciertos requisitos religiosos, porque el interés del Estado, de la Nación y de la Dinastía era más importante que el amor.
Las festividades por el casamiento de la reina Guillermina de Holanda, en 1901 fueron esplendorosas. Pero se puso mucho más cuidado en que el esposo, el príncipe Hendrick, quedase fuera de todos los asuntos de Estado. Por eso, por puro aburrimiento, el consorte dedicó su vida a la caza, el juego, la bebida y las conquistas femeninas. Al no contar con ingresos propios, se endeudó al poco tiempo.
Pero probablemente, las festividades nunca fueron tan grandes como en la boda de la reina Juliana -madre de la actual reina Beatrix- en 1937: duraron un mes e incluyeron grandes bailes y cenas en honor de los novios. En pleno auge del nazismo, los invitados quedaron horrorizados al contemplar cómo algunos parientes alemanes hacían el saludo nazi a los cuatro vientos.
El día que se casó, en 1966, la actual reina de Holanda, Beatrix, con el alemán Claus von Amsberg, se rompió la tradición holandesa de celebrar las bodas reales en La Haya, y trasladar el escenario a Ámsterdam. Y la historia no estuvo exenta ni de polémica ni de bombas.
Veinte años después de la Segunda Guerra Mundial, el hecho de que la princesa se casara con un alemán -ex integrante de las Juventudes Hitlerianas- fue tremendo. Por eso, aquel día, las protestas dominaron el escenario de la capital, llovieron piedras e insultos, y las bombas de humo fueron lanzadas a la Carroza de Oro.
Pero fue España el país que vivió la boda real más sangrienta de la historia, cuando en 1906 Alfonso XIII se casó con la hermosa Victoria Eugenia de Battenberg. Hacía años que en Madrid no se vivía un ambiente tan festivo, pero cuando los novios volvían al palacio un anarquista arrojó una bomba contra la carroza. Aunque los reyes resultaron ilesos, murieron unas veinte personas.
Tornar a la población en protagonista de las nupcias reales también es una estrategia inventada en el siglo XX. En 1922, el enlace de la princesa Mary, hija del rey de Inglaterra, y un noble inglés fue publicitado como nunca: era necesario mostrar a la nación la imagen de poder y gloria después de los penosos años de la Primera Guerra Mundial.
Un año más tarde, cuando el futuro rey Jorge VI contrajo matrimonio con Elizabeth Bowes-Lyon, el director de la BBC pidió permiso para colocar un micrófono en el altar mayor del templo, una idea que entusiasmó a los novios. Pero el pedido fue rechazado por las autoridades religiosas por temor a que la transmisión fuera escuchada en las tabernas y la gente tuviera sus sombreros en la cabeza.