Los estallidos sociales del domingo 11 de julio a lo largo y a lo ancho de Cuba probablemente marquen un antes y un después en la isla. Respondieron no solo a reclamos puntuales frente a la escasez de alimentos y de insumos médicos, los cortes de electricidad y el manejo de la pandemia del covid por parte del gobierno, sino también, fundamentalmente, al deterioro general de las condiciones de vida de la población.
Razones. Ese deterioro es resultado de la combinación de una década de lentos e insatisfactorios intentos de introducir reformas estructurales a un modelo económico manifiestamente disfuncional, de la necesidad de reconfigurar un consenso social frente a las mismas en una sociedad en proceso de cambio y con crecientes brechas y desigualdades sociales y raciales, y de las presiones externas de las sanciones y restricciones impuestas por los Estados Unidos, de la reducción de la asistencia venezolana y de la abrupta disminución del flujo turístico –principal fuente de divisas extranjeras– debida a la pandemia. El reciente proceso de “ordenamiento” monetario con la unificación de las dos monedas existentes en el país y la dolarización rampante de la economía, junto con las restricciones externas impuestas por la administración Trump (luego del “deshielo” iniciado por Obama entre 2014 y 2016), que incluyeron la disminución de viajes de estadounidenses y la reducción de la llegada de remesas junto a otras sanciones, dio lugar a una creciente dificultad para la importación de bienes esenciales. Con el agravante de que el acceso a esos bienes quedó signado, para la mayoría de la población, por el acceso a divisas extranjeras que permitía la compra de productos básicos en tiendas especiales.
A este complejo cuadro se asoció una transición generacional que abrió las posibilidades de mayor protagonismo de los jóvenes a través de una mayor disponibilidad y circulación de la información con la introducción de internet y con la multiplicación de celulares en la isla. Se sumaron también reclamos por mayor transparencia y menor censura y control por parte de artistas como los que se desarrollaron a finales del año pasado con el Movimiento San Isidro y el grupo 27 de noviembre y que aparentemente inspiraron consignas como “Patria y vida” y “Libertad” entre los manifestantes.
Protestas. La eclosión social reciente responde, en este contexto, principalmente a las dificultades del gobierno del presidente Miguel Díaz Canel de acelerar las reformas asomadas en la Constitución aprobada en 2019 (que reconoce la propiedad privada) en el marco de un discurso que sigue nutriéndose de las consignas de la Revolución de 1959 y adjudicando la grave situación económica al embargo (o bloqueo según las fuentes gubernamentales) de los Estados Unidos.
Es paradójico en este sentido que la relación entre La Habana y Washington, con sus vaivenes históricos, siga siendo el eje fundamental para las explicaciones oficiales sobre la crisis que se vive actualmente en Cuba desde que en 1960 el presidente Eisenhower estableció las primeras medidas de embargo a la isla.
A raíz de las protestas, Díaz- Canel culpó a los Estados Unidos de promoverlas y convocó, en un lenguaje reminiscente de la Revolución que se forjó en la guerrilla de Sierra Maestra, a los comunistas a “combatirlas”. Como contrapartida, el presidente Joe Biden, quien hasta la semana pasada no había modificado en esencia las medidas tomadas por Trump hacia la isla ni formulado una política hacia Cuba, apoyó en un comunicado “el clamor por la libertad” del pueblo cubano y llamó al gobierno de la isla a “que escuche a su pueblo y atienda sus necesidades en este momento vital en vez de enriquecerse” para declarar, más recientemente, que “el comunismo ha fracasado y Cuba es un estado fallido”.
Biden. Para Biden, la definición de una política hacia Cuba, reclamada en términos de apertura por el ala liberal de los demócratas y de mayor endurecimiento por parte de los republicanos, plantea numerosos desafíos. Por un lado, en el plano interno, requiere buscar satisfacer a ambas posiciones, pese a que los recientes acontecimientos en la isla puedan dar lugar a mayores convergencias entre los dos partidos, con miras a su decepcionante desempeño electoral en el estado de Florida y en función de las próximas elecciones legislativas en Estados Unidos.
Por otro lado, en el plano internacional, implica dos retos: mantener su énfasis en los valores democráticos y en los derechos humanos en el proceso de reconstrucción de un liderazgo global de Washington y articular una política coherente hacia América Latina, que aún no ha sido claramente perfilada, en una coyuntura en la cual se multiplican los estallidos sociales y las protestas antigubernamentales en toda la región y la presencia e influencia de China y de Rusia se incrementa.
América Latina. En este marco, la formulación de una política hacia América Latina choca, por otra parte, con las alineaciones ideológicas que a raíz de las protestas cubanas se han reforzado entre los distintos países. Mientras que un número de gobiernos han condenado la represión de las protestas y las violaciones a los derechos humanos en Cuba, como es el caso de Chile y del presidente interino de Perú, entre otros, las reacciones que atribuyen su origen al bloqueo estadounidense alinean tanto al gobierno de México y de Argentina, como a Venezuela y Nicaragua, tradicionales aliados cubanos.
Los alineamientos ideológicos no solo evidencian las fracturas del mapa político de la región, sino que también dificultan la búsqueda de salidas para crisis como la que vive Venezuela. Como bien lo señala el analista estadounidense Bill LeoGrande, sin la participación de Cuba será difícil encontrar una salida negociada al régimen de Maduro en Venezuela si no se quieren repetir los errores de la administración Trump. Y, probablemente, sin el apoyo de América Latina tampoco sea fácil contribuir a que el gobierno cubano rectifique sus posiciones y promueva una apertura acompañada de las reformas económicas adecuadas. A lo cual la inestabilidad regional actual tampoco contribuye.
Rusia y China. Por otra parte, las recientes reacciones de Rusia y de China de apoyo al gobierno cubano llevan a Biden a la necesidad de impulsar una política latinoamericana que se asocie con su estrategia global, que identifica a estos dos países como las principales amenazas al interés estadounidense de restaurar su liderazgo mundial, en una coyuntura en dónde las prioridades de Washington están concentradas en el Indo-Pacífico y en las áreas de influencia rusa en Europa y Asia Central, como lo demuestra la salida de Afganistán.
Obviamente otros actores, como la Unión Europea, Canadá o Japón, socios comerciales e inversores en la isla, pueden pesar en la ecuación, pero la política de Biden hacia Cuba no podrá desvincularse de este cuadro global y la isla necesariamente deberá encontrar un lugar en una dinámica más amplia de reconfiguración de las relaciones de poder en torno a nuevo orden mundial emergente. Como he señalado en otro lugar y por otras razones, la excepcionalidad cubana se ha agotado, pero su importancia, –tal vez a otra escala– en el tablero regional y global, persiste.
*Analista internacional y presidente de Cries.