Nota de archivo: Publicado en Revista Noticias el 6 de julio de 2013.
El mundo quedó pendiente de los tenues latidos de un corazón fatigado, desde que su viejo y venerado dueño ingresó al hospital de Pretoria. Nelson Rolihlahla Mandela, el hombre cuya vida de lucha redime a la especie humana de buena parte de sus vilezas.
La historia está repleta de figuras notables, pero muy pocos son próceres mundiales y héroes de la humanidad. El mundo pasó de la admiración a la veneración. Comenzó a admirarlo cuando lo vio luchar desde una celda contra un régimen atroz. Se colmó de admiración cuando el reo 466/64 venció al apartheid desde la prisión de Robben Island, con lo cual concluyó también la ocupación sudafricana de Namibia y la financiación de guerrillas brutales como las de Angola y Mozambique.
A renglón seguido, empezó a venerarlo cuando lo vio hacer un verdadero milagro desde la presidencia. Derrotar al monstruoso sistema racista impuesto en 1948, fue la proeza heroica del preso político más admirado del mundo. Y erradicar el odio evitando una guerra civil, fue el milagro político que lo convirtió en héroe de la humanidad.
PRISIONERO DE SUS IDEALES. La sección de los presos políticos de Robben Island tenía un régimen carcelario concebido para destruir moral y mentalmente al reo, hasta reducirlo a un manojo sumiso de instinto y carne. Allí pasó dieciocho de sus veinticinco años de cárcel. La mitad de ese tiempo, absolutamente aislado e incomunicado en un claustro de dos por dos, sin cama, con una ventana que da a un patio interno y una lamparita de luz amarillenta que colgaba encendida las veinticuatro horas. Una visita cada seis meses, de apenas media hora, un potaje de maíz como dieta fija y un tacho acumulando excremento que le permitían sacar sólo una vez al día. Cualquier insubordinación se pagaba con largas horas dentro de un cubículo rectangular donde el reo cabía de pie, sin poder sentarse. Una tortura enloquecedora que provocó innumerables suicidios en la isla que se divisa desde los muelles de Ciudad del Cabo.
Lo encarcelaron por integrar la conducción del Umkhonto we Sizue, que en lengua bantú significa “Lanza de la Nación”, el brazo armado del Congreso Nacional Africano (CNA). En rigor, Mandela y sus camaradas Oliver Tambo y Walter Sisulu fueron la dirigencia de una organización moderada. El CNA impulsaba una transición negociada hacia una sociedad multirracial que incluyera a la minoría blanca, auto-considerada una tribu llamada afrikaans. En cambio, la otra organización de mediados del siglo XX, el Congreso Panafricano, proponía la lucha violenta y la limpieza étnica deportando a los Boers (descendientes de colonos holandeses) y a los blancos de origen inglés.
Mandela, Tambo y Sisulu crearon el grupo armado después de la masacre de Sharpeville, perpetrada por la policía en 1960. No obstante, el Umkhonto we Sizue se limitaba a las acciones de sabotaje y usaba las armas para la defensa, porque no cometían asesinatos políticos ni tendían emboscadas.
A pesar de ser moderado hasta en el uso de la violencia, el gobierno del presidente Charles Swart lo encarceló como al peor de los criminales. La verdadera razón era, por el contrario, la racionalidad con la que enfrentaba al sistema de segregación ideado por el catedrático de la Universidad de Stellenbosch, Hendrik Verdowerd.
El apartheid implicaba, además de una humillante ingeniera urbana, jurídica y social para que no haya contacto alguno entre negros y blancos, la división del territorio sudafricano en “bantustanes” auténticos guetos geográficos repartidos con intención de dividir a las etnias de la mayoría negra. Pero el apartheid implicaba algo aún peor: la jerarquización de las distintas razas que habitan Sudáfrica, colocando a los blancos en la escala más alta y a los negros en la base, mientras que mestizos y descendientes de inmigrantes de la India ocupaban los segmentos intermedios.
Esa estratificación de una pretendida “calidad” de las razas, que situaban a los pueblos bantúes en la última frontera de la especie humana, rigió en todos los órdenes de la vida; incluso en el régimen alimenticio y de confort conferido a los presidiarios. Por eso de la celda número 5 debía salir un ser reducido a sus instintos básicos. Sin embargo lo que salió fue una suerte de Buda, dotado de una inteligencia que merodea los umbrales de la sabiduría.
EL PRÍNCIPE DE ÁFRICA. Por pertenecer a una nobleza tribal, pudo tener una vida de comodidades y placeres. Era biznieto Mgubengcuka, rey de un poderoso clan de la etnia xhosa, por lo tanto bien pudo presidir un bantustán, como pretendían muchos en la monárquica etnia zulú, que lideraban el partido Inkatha y el rey Mangosutu Buthelezi, quien llegó a presidir el territorio autónomo de KuaZulu, aunque sin aceptar plenamente el apartheid. Mandela eligió la lucha y no los privilegios de casta. Después eligió permanecer encarcelado en lugar de aceptar lo que le ofrecieron los presidentes racistas Marais Viljoen y Pieter Botha: salir en libertad a cambio de renunciar a la lucha contra la segregación.
Por cierto, el aislamiento internacional impuesto a Sudáfrica, aplicado incluso a los poderosos Springboks en la liga mundial de rugby, aportó a la caída del apartheid. Pero fue el liderazgo y la dignidad que irradió el preso político más célebre de la historia lo que terminó por derribar al régimen de la minoría blanca.
El hombre que, en lugar de bestializarse, había crecido en carisma y lucidez, hizo al llegar a la presidencia algo aún más increíble: extirpar el odio generado por tanta crueldad y humillación. En estos años, irrumpieron varios líderes latinoamericanos que construyen poder amasando odio político. Siempre hubo liderazgos que engendraron aborrecimiento y división para edificar poder autoritario, personalista y con pretensión de eternidad.
La contracara es Mandela, el luchador que sobrevivió al infierno carcelario y usó su liderazgo para vencer un odio tan justificado como visceral. Como si no alcanzara, en lugar de perpetuarse en la presidencia como le pedían todos, incluso los blancos, al concluir su mandato decidió irse a su casa, desprendiéndose total y definitivamente del poder.
(*) Profesor y mentor de Ciencia Política, Universidad Siglo 21.