Hace años que George W. Bush sabe que el día que deje la Casa Blanca no será aclamado entre los más grandes presidentes. Por eso lleva meses repitiendo: "La historia será la que me juzgue".
Si por muchos fuera, el texano de 62 años sería declarado inmediatamente "el peor presidente de la historia". Así lo declaró una encuesta informal de la web especializada "History News Network" (HNN) entre 109 historiadores: 107 de ellos dijeron que su presidencia fue un "fracaso", y el 61 por ciento lo puso "entre los peores de la historia".
"Es un poco pronto para juzgar si la presidencia de Bush es la peor jamás vista, aunque con seguridad es una candidata al título. Sin duda, está entre las peores", afirmó uno de los historiadores consultados.
Fuera de las fronteras estadounidenses es fácil comprobar el escaso aprecio que Bush despierta, pero tampoco entre sus compatriotas es mucho más querido: Sus cifras de aceptación están en mínimos históricos, por debajo del 30 por ciento.
Bush se marcha con la economía en recesión, con el déficit y la deuda pública disparados y con dos guerras en marcha cuyo desenlace sigue siendo incierto. Aún peor, le acusan sus detractores, el presidente número 43 consiguió dilapidar la imagen de Estados Unidos en el planeta con polémicas como Guantánamo o la de las torturas en los interrogatorios.
Algunas imágenes resumen en términos muy negativos su presidencia: las vejaciones a los presos en la cárcel iraquí de Abu Ghraib, los detenidos con trajes naranja en Guantánamo, los efectos devastadores del huracán "Katrina" y la falta de reacción gubernamental en Nueva Orleans.
En el lado opuesto, lo cierto es que sus propios defensores sufren para glosar sus éxitos. Fred Barnes, un columnista del conservador "The Weekly Standard" citó recientemente diez logros, entre los que se encuentran el boicot al Protocolo de Kyoto, haber evitado un nuevo ataque terrorista contra Estados Unidos, haber restaurado la autoridad presidencial y haber apoyado ciegamente a Israel.
"¿Cuál es el puesto de Bush entre los presidentes?", se pregunta Barnes. "No lo sabremos hasta que sea juzgado con la perspectiva de dos o tres décadas", se responde. "La perspectiva forzó una aguda actualización de las presidencias de Harry Truman y Dwight Eisenhower. Dados sus logros, podría tener el mismo efecto para Bush", sentencia.
Encerrado en la historia, Bush demostró sin embargo en los últimos meses su talla como animal político. Sabedor de su mala imagen, se retiró voluntariamente a un segundo plano en la campaña para elegir a su sucesor. Y una vez elegido Barack Obama, le dio casi todas las facilidades posibles en la transición, tal y como admiten en el equipo del presidente entrante.
En sus entrevistas de despedida, Bush habla de los deseos de retirarse tranquilamente a Texas, de la "cercanía al Todopoderoso" y del orgullo que le produce el "no haber vendido el alma por la política". Porque si de algo se precia es de haber tomado todas sus decisiones convencido de que eran las correctas.
Todas esas decisiones habrían sido muy distintas sin lo que ocurrió el 11 de septiembre de 2001. Ese día se volteó todo el programa que tenía en mente un presidente que había llegado al cargo prometiendo responsabilidad fiscal y un "conservadurismo compasivo".
Entonces llegaron la declaración de "guerra al terror", las invasiones de Afganistán e Irak, las amenazas a Irán y Corea del Norte, los enfrentamientos con los antiguos socios europeos y una retahíla de leyes nacionales denunciadas ampliamente por los defensores de los derechos civiles, entre otras polémicas.
Nada fue ya lo mismo para Bush, ni para Estados Unidos ni para el mundo. Convencido de estar embarcado en una cruzada moral, puso casi tanto empeño en destruir el mal como hacer el bien, escenificado para él en la "expansión de la democracia".
Con Osama bin Laden aún en libertad y sabedor de que su guerra contra el terrorismo no tiene su final cerca, "43", como lo llaman muchos medios estadounidenses por su ordinal en la presidencia, intentó buscar un legado hacia el final de su mandato.
Pero sus intentos casi desesperados fracasaron: no consiguió la reforma migratoria en casa, ni la paz entre israelíes y palestinos, ni un principio de acuerdo sobre cómo combatir el cambio climático, un fenómeno que al principio de su presidencia negaba. Por eso sólo le queda aferrarse a la historia y esperar a que alguno de sus proyectos termine en éxito. Pero ya será muy lejos de su control.