En la ciudad de El Alto –pegada a La Paz– pueden verse muñecos casi de tamaño humano colgados en postes de luz con leyendas del tipo “Cuidado. Rateros serán linchados”. Y no se trata de una simple amenaza: en Bolivia, es habitual que ladrones –o a veces simplemente acusados de haber cometido un hurto u otro delito– sean golpeados, y prendidos fuego. En regiones tropicales como El Chapare, aún hoy algunos delincuentes son atados a un palo santo, árbol donde viven decenas de miles de hormigas que atacan sin piedad a quien se les acerca. La propia gran crisis de 2003, que acabó con la huida del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, comenzó con el linchamiento de dos presuntos ladrones de ganado en la provincia Los Andes. Y siguió con una movilización local para que los acusados fueran liberados. Es difícil tener una cifra de los linchamientos (hay muchos números en danza), pero los mismos forman parte del paisaje informativo de los medios de comunicación.
Este tipo de castigos suelen carecer de la más mínima proporcionalidad con relación al delito cometido. Una documentada crónica de Alex Ayala Ugarte y Jorge Derpic en la revista Anfibia describe la secuencia macabra de estos actos: “En los linchamientos, suele repetirse el mismo patrón: primero, atrapan a alguien in fraganti cometiendo algún delito; luego, hombres y mujeres enfurecidos deciden aplicar la pena capital al extraño que invadió su espacio; un primer manotazo en la cara; patadas; más patadas; alguien que le echa gasolina al sospechoso; alguien, otra sombra, que le prende fuego; después, silencio, un muro sordo como epílogo del ruido”.
En esa crónica, Ayala y Derpic cuentan el caso de un falso inspector de impuestos quien, tras ser descubierto, fue linchado “por extorsionador”. Fue prendido fuego. En 2010, cuatro policías fueron quemados en el norte de Potosí en medio de un pacto de silencio.
Aunque a menudo se considera que estas prácticas forman parte de la justicia indígena, el viceministerio de Justicia Comunitaria lo rechaza de plano. Los expertos recuerdan que la justicia comunitaria excluye la pena de muerte y, en general, promueve penas compensatorias (hacia la comunidad o hacia los afectados por el delito) o el destierro del condenado. Sin embargo, muchas veces estas tradiciones se degradan hasta terminar en el simple y puro linchamiento. Incluso dirigentes de juntas vecinales pueden formar parte de ellos. Las juntas de vecinos, para el sociólogo Pablo Mamani, constituyen una suerte de “microgobiernos” locales y ocupan el lugar del Estado.
La nueva Constitución, aprobada en 2009, reconoce el pluralismo jurídico en el país –es decir, las prácticas judiciales de los pueblos originarios–, pero establece que las mismas deben conllevar un proceso judicial y establece que en Bolivia no existe la pena de muerte. Aunque la justicia comunitaria –donde se practica– tiene rituales diferentes de los “occidentales”, se debe garantizar alguna posibilidad de defensa del acusado. Pero, con 36 naciones indígenas reconocidas, son también muchas las “justicias” en juego. Y las cosas se complican más cuando, en virtud de los reclamos campesinos por ser incluidos como una identidad separada, la Constitución optó por la categoría “indígena-originario-campesino” en lugar de simplemente indígena. Otro problema: ¿es posible hablar de justicia comunitaria en las ciudades, donde la población ya no vive en comunidades? El hecho de que la Constitución reconozca estas formas de justicia ha servido, en todo caso, para poner límites mediante la llamada Ley de Deslinde Jurisdiccional. Pero esos límites aún son teoría.
Un monumento en plena plaza Murillo de La Paz recuerda que los linchamientos llegaron alto: ahí está el busto del presidente Gualberto Villarroel, una suerte de Perón boliviano que, en 1946, fue arrojado por el balcón del Palacio y colgado de un farol. Su martirio fue reivindicado en la revolución de 1952, que nacionalizó las minas, decretó el voto universal y repartió los latifundios entre los campesinos.
Guatemala: 209 episodios por año
Guatemala encabeza el ranking mundial de casos comprobados de linchamientos. Un reciente informe del Grupo de Apoyo Mutuo –reconocida ONG pro derechos humanos–, reveló que 209 personas fueron linchadas en 2013, un 27% más que el año anterior. Según el documento, un monitoreo de noticias sobre golpizas públicas, al menos 36 de las víctimas murieron, un 157% más que en 2012. Detrás de Guatemala viene Bolivia: según su Defensoría del Pueblo, entre 2005 y 2013 se registraron casi doscientas muertes por golpizas a delincuentes.