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desafío para biden

Trump fuera de la Casa Blanca: poderoso, pero amenazado por la Justicia

Será el ex presidente con más fuerza política gracias a su impresionante votación. Pero también enfrenta inéditas causas que podrían -hipotéticamente- llevarlo a la cárcel.

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Memes. En las redes circularon las imagenes trucadas del magnate con ropa de presidiario. Analistas descreen de esa posibilidad. | afp

Se sabe: en América Latina, cada vez es más habitual que cuando un presidente deja su cargo no se dedica a construir su legado para la historia. Primero tiene que montar un equipo de feroces abogados que lo defiendan de la avalancha de denuncias penales que enfrenta y, eventualmente, de terminar en la cárcel.

Según la leyenda, alguna vez el español Felipe González dijo que los ex presidentes eran como “los jarrones chinos: bellos, valiosos y casi inútiles”. No es lo que ha venido sucediendo en nuestra región en las últimas décadas, con ex mandatarios procesados y, en muchos casos, encarcelados. 

Los ejemplos abundan: todos los presidentes del Perú del siglo XXI pasaron por la cárcel, o aún permanecen allí; en nuestro país, desde la recuperación democrática sólo Raúl Alfonsín evitó los tribunales y Carlos Menem pasó unos meses detenido en una quinta. En Brasil, Lula estuvo 19 meses preso; Rafael Correa está prófugo de la justicia ecuatoriana y Alvaro Uribe fue puesto un tiempo bajo arresto domiciliario. 

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Es lo que Jaime Duran Barba llama la “política de la puerta giratoria: todos corren, a veces persiguiendo, y a veces perseguidos”, y que atribuye a gobiernos autoritarios o a países con una historia de irrupciones del poder militar.

Causas. Sea por el llamado “lawfare”, o utilización de la justicia como arma política, la baja institucionalidad, o la extendida corrupción en las administraciones, las causas invocadas son muchas, pero la consecuencia es una sola: al dejar la casa de gobierno, un ex presidente latinoamericano debe estar preparado para todo.

Para Duran Barba no hay dudas de que “todo esto tiene que ver con la institucionalidad. En los países donde ha habido menos irrupciones de los militares, se dan menos esas persecuciones”. 

“En países menos institucionales, en los que los militares han permanecido más en el poder, muchos jueces leen más encuestas que códigos”, advierte el analista ecuatoriano.

El constitucionalista Roberto Gargarella rechaza la sola idea del lawfare. “Es un cuento, explica. Lo que es cierto es algo más burdo, menos elaborado, más común y más viejo: una organización judicial muy sensible a las demandas del poder, por diversas razones”, dice. 

Entre esas razones, Gargarella incluye “la inestabilidad persistente de los magistrados (producto en parte de golpes de estado, o de cambios en las posiciones centrales con la llegada de un nuevo gobierno); la capacidad decisiva del poder de turno para influir en la designación de jueces; y la posibilidad de premiar y castigar, por medios institucionales y extrainstitucionales, a los magistrados”.

El especialista en Relaciones Internacionales Juan Battaleme coincide en que el lawfare es “una forma académica de darle cierto velo de legitimidad a lo que son políticas de manipulación política de la justicia”. 

“Siempre existió eso, todos los grupos políticos utilizan esa manipulación, no es una simple campaña para ensuciarte, sino directamente para bloquearte judicialmente. Cuando te aparece una oposición, vos usas el sistema judicial para lucha contra tus opositores”, agrega el profesor de la Universidad Austral.

Desde el campo “nacional y popular” se atribuye al lawfare los problemas judiciales de Lula da Silva, Rafael Correa, Evo Morales o Cristina Kirchner, que no parecen hacer mella en su popularidad. Para Battaleme, “el lawfare victimiza a quien es sujeto del hostigamiento de una campaña del poder político y le da aire. Es un buen argumento para victimizarte y hay mucha gente que está dispuesto a creerlo”.

Estados Unidos. Hasta ahora, en los Estados Unidos las cosas han sido diferentes. Al dejar la Casa Blanca, los mandatarios parecen cobrar un nuevo prestigio: se los sigue llamando presidentes, construyen una biblioteca con su nombre y, eventualmente, son convocados por sus sucesores para reforzar la imagen institucional. Esto alcanza aún a aquellos que dejaron el poder con muy bajos índices de popularidad, como George W. Bush.

Por supuesto que no todo es ideal. “Normalmente, algunos trapos sucios se han negociado en las transiciones”, recuerda Duran Barba. Gerald Ford indultó a Richard Nixon por el escándalo del Watergate, George Bush padre a los involucrados en el escándalo Irán-Contras y Barack Obama a los acusados de torturas a detenidos después del 11-S. 

Estos indultos siempre se han dado con dos argumentos: “cerrar heridas” y evitar “la persecución política del que piensa diferente”. 

Claro, todo esto hasta que apareció Donald Trump. 

El magnate neoyorquino no es un “outsider” sólo por llegar de fuera de la política, por dedicarse a demoler las líneas centrales de la política exterior que su país había construido desde 1945 o por gobernar por Twitter. Lo es también porque será el primer presidente que vuelve al llano como protagonista de varios procesos penales y civiles. ¿Terminará en la cárcel?

Causas y consecuencias. Los problemas judiciales han sido moneda corriente en la vida pública de Trump, que ha sobrevivido a seis bancarrotas, dos divorcios, 26 acusaciones de acoso sexual y más de 4.000 procesos judiciales. 

De la docena de causas federales o estaduales que deberá hacer frente cuando deje el poder, las más serias serán las que llevan adelante los fiscales neoyorquinos, que acusan a la Corporación Trump de contar con dos contabilidades, una para pagar menos impuestos y otra para obtener créditos. 

Durante la campaña de 2016, Trump llegó a decir que su popularidad y carisma eran tan poderosos que él podía apuñalar a alguien en la Quinta Avenida e igual sería votado. Y, el año pasado, uno de sus abogados, al criticar los intentos de impeachment, aseguró ante el Senado que un presidente podría dispararle a alguien en público y no ser procesado.

El problema es que, después del 20 de enero de 2021, Trump, mal que le pese, ya no ocupará la Casa Blanca y, teóricamente, será un ciudadano más. 

Desde hace tiempo las redes sociales, y varios comediantes, multiplican memes y chistes sobre la posibilidad de que el “hombre naranja”, por su color estrafalario de pelo y el maquillaje que usa, comience a vestir ropa naranja, como el típico mono de los presos norteamericanos. Pero las cosas no son tan simples.

“Lo que está en juego en una acusación sería muy alto. El daño a la democracia que causaría un enjuiciamiento fallido de un ex presidente es difícil de comprender. Una absolución también podría retrasar los esfuerzos futuros de rendición de cuentas y envalentonar a los aspirantes a abusadores de la autoridad”, advirtió el analista Jonathan Mahler desde el Nueva York Times. 

Un dato nada menor: Trump construyó una Corte Suprema con mayoría republicana.

Mahler recordó que una vez que deje el cargo, Trump seguirá siendo una fuerza poderosa en la vida política norteamericana. “Procesarlo por su conducta como presidente equivaldría a procesar a los más de 72 millones de estadounidenses que votaron por su reelección”, explicó.

Para Battaleme, si Trump es condenado “sería muy raro. Obtuvo millones de votos, tiene un apoyo popular de base bastante importante. Ningún presidente de la historia moderna de los Estados Unidos terminó preso, no creo que Trump sea la excepción. Sencillamente no le van a dar más cartel, no veo que termine preso”.

Desafíos. La cuestión será, evidentemente, uno de los grandes desafíos de Joe Biden, que ya ha prometido restaurar la confianza en el departamento de Justicia, profundamente afectada por las manipulaciones de Trump y quien hoy lo encabeza, William Barr. ¿Dejará avanzar los procesos o perdonará a su antecesor, que ya ha acumulado varios indultos a ex colaboradores de su campaña condenados por los tribunales?

Es un dilema: “sanar” las heridas del país, como Biden afirmó en su primer discurso como presidente electo, tratando de superar la profunda grieta, o permitir que avancen las causas, lo que enfurecerá a decenas de millones de norteamericanos.

La historia parecería ayudar al magnate pero, como recuerda Duran Barba, “Trump rompió todas las normas. Todo se puede esperar de él y eso lleva a que, de pronto, él también pueda esperar cualquier cosa”, concluye.