Toda posible explicación de la victoria del candidato republicano Donald Trump sobre la demócrata Hillary Clinton en la competencia por la presidencia debe tomar en cuenta cinco datos de la realidad interna estadounidense: las limitaciones de la recuperación económica del país durante las gestiones de Obama; las enormes divisiones geográficas, políticas, ideológicas, culturales, socioeconómicas y étnicas, presentes durante toda la historia de los Estados Unidos pero agravadas desde la década de 1960; el eterno atractivo popular de un discurso con ideas simples para resolver problemas complejos tanto en la agenda de política interna como exterior; el también eterno atractivo popular de un discurso que coloca a las clases dirigentes y a los ricos como blando de sus críticas; y el avance de las propuestas electorales que combinan concentración del poder presidencial en detrimento de la división de poderes propia de un régimen democrático con proteccionismo comercial y xenofobia hacia los inmigrantes. Pasemos a explicar el contenido de cada uno de ellos.
En cuanto al primero, cabe destacar que la recuperación económica de los Estados Unidos no ha sido pareja en términos de los sectores sociales beneficiados por ella. Si bien el país está creciendo a un ritmo anual del 2,5% y la desocupación bajó a los niveles históricos del 4,9 %, hay sectores –los vinculados al mundo de las grandes finanzas y los profesionales de las grandes ciudades- que han sido beneficiados por dicha recuperación y otros –los representantes de la “América profunda” industrial y rural- que claramente no lo han sido y que se sienten atraídos por las promesas electorales de Trump.
En cuanto al segundo dato de la compleja realidad estadounidense que nos permite explicar el triunfo de Trump, vale aclarar que Estados Unidos ha sido durante toda su historia, pero particularmente desde la década de 1960 en adelante, un país dividido.
Divisiones geográficas, entre la América costera de los estados del Este y del Oeste, ligada a los valores liberales y que en su mayoría votó por Hillary; y la América profunda del interior, del oeste y del sur, ligada a los valores conservadores, y que votó mayoritariamente por Trump.
Divisiones políticas al interior de los dos partidos –el Republicano y el Demócrata- tradicionalmente dominados en los últimos años por los intereses de los grupos de presión –lobbies-, los ricos, los grandes financiadores de campaña. Los referentes históricos de cada partido –los Bush por el lado de los republicanos, los Clinton por el de los demócratas- no han logrado captar el voto de los sectores más populares –afroamericanos, latinos y “cuellos azules” obreros (blue coller workers). Dicha incapacidad ha explicado el crecimiento de expresiones anti-sistema, anti-establishment, anti-oligárquicas, que exceden la estructura tradicional de los Partidos Demócrata y Republicano y que le han dado pelea a dicha estructura. Tal el caso del Tea Party frente al Partido Republicano, de Bernie Sanders como rival de Hillary Clinton en la interna del partido demócrata y de Trump frente a los referentes de centro y derecha del Partido Republicano.
Divisiones ideológicas y culturales, ligadas al agravamiento de las “guerras culturales” entre valores liberales y conservadores, ya libradas desde por lo menos la década de 1960 en torno de cuestiones como el aborto, la enseñanza de la religión en las escuelas, los derechos de las minorías étnicas en franca expansión –afroamericanos, latinos, asiáticos, musulmanes-, o el uso privado de armas, la ayuda externa a los países subdesarrollados. Las distintas posiciones adoptadas por liberales y conservadores en cada uno de estos temas internos tienen su correlato en las posturas adoptadas respecto de las relaciones de los Estados Unidos con el resto del mundo: con México y los países del Caribe, Israel, las naciones del mundo árabe y del musulmán. Y también con la postura que liberales y conservadores esgrimen en sus mutuas discusiones respecto del perfil de compromiso que Estados Unidos debería tener hacia los organismos multilaterales políticos y económicos y hacia la cooperación internacional en el mundo en desarrollo. Y si además tomamos en cuenta que ni el bando de los liberales ni el de los conservadores es internamente homogéneo –vale decir, que hay distintos tipos de liberales y distintas variantes de conservadores-, estas divisiones ideológicas y culturales, que Trump capitalizó muy bien a su favor en la campaña electoral, pueden ser un serio condicionante para llevar exitosamente las medidas de política interna y exterior que el triunfante candidato republicano prometió durante su gestión presidencial, pero que no son nada sencillas de implementar.
Divisiones socioeconómicas, ligadas al ya mencionado y dispar efecto de la recuperación económica norteamericana, que puede evidenciarse al analizar las diferencias entre el perfil de voto rural y el urbano, o entre los sectores menos educados y las elites académicas. Diferencias preexistentes a la crisis de 2008 y a la recuperación de dicha crisis, pero potenciadas por una y otra.
Finalmente, las divisiones étnicas entre los blancos y las minorías. Con un agravante, ya claramente marcado por el académico Francis Fukuyama en sus escritos: que en estas elecciones el votante blanco obrero, que claramente no se ha beneficiado con la recuperación económica, ha sido más receptivo que nunca antes a las propuestas xenofóbicas y proteccionistas del trumpismo.
Respecto del tercer factor clave para entender el triunfo de Trump - el eterno atractivo popular de un discurso con ideas simples para resolver problemas complejos tanto en la agenda de política interna como exterior-, fue uno clave en el triunfo electoral de Reagan en 1980 y en las declaraciones de campaña y primeros gestos de política de la primera administración de Bush hijo. Reagan, Bush hijo y Trump son casos de líderes carismáticos, con capacidad comunicacional para entender la psicología de los sectores que no se sienten parte de la dirigencia política, académica, o empresarial. Y los símbolos gestuales y retóricos que usan en sus discursos y en algunas decisiones son hábiles herramientas de comunicación con los sectores que los oyen y apoyan.
En cuanto al cuarto factor mencionado -el también eterno atractivo popular de un discurso que coloca a las clases dirigentes y a los ricos como blando de sus críticas, está también muy vinculado al mayor carisma y el poder comunicacional de Trump en relación a Hillary. Y como en el caso del factor anteriormente mencionado, es uno tan válido para entender el triunfo del empresario como para comprender la emergencia y éxito de líderes políticos en otras partes del mundo que exhiben una similar capacidad de comunicación.
En cuanto al último factor -el avance de las propuestas electorales que combinan concentración del poder presidencial en detrimento de la división de poderes propia de un régimen democrático con proteccionismo comercial y xenofobia hacia los inmigrantes-, es también uno válido para entender el triunfo de Trump como el del Brexit en Gran Bretaña y el de las propuestas xenófobas y proteccionistas en diversos rincones del planeta.
Es más difícil evaluar el impacto que tendrá el triunfo electoral de Trump en la agenda de política exterior de los Estados Unidos de aquí al 2020. Si nos atenemos a los antecedentes de presidentes republicanos con una retórica similar a la Trump en el pasado reciente –el de los primeros años de Reagan hasta la llegada de Gorbachov a la jefatura soviética en 1985, o el de Bush hijo, desde los ataques terroristas de septiembre de 2001 hasta las complicaciones de la ocupación militar norteamericana en Irak que comenzaron a evidenciarse en la segunda mitad del 2003-, podríamos tener razones tanto para abrigar un sentimiento de pesimismo como uno de optimismo moderado.
En una lectura futurista pero pesimista, podría concretarse el retorno de una lógica de rivalidad y confrontación hacia Rusia y China, un incremento del protagonismo militar estadounidense en la lucha contra el ISIS en Siria y la persistencia –o incluso la agudización- de conflictos comerciales con los países latinoamericanos, dada la posición proteccionista, xenófoba respecto de los mexicanos y contraria a las iniciativas de libre comercio de Obama que ha exhibido Trump hasta el momento.
Pero esta lectura de tono pesimista coexiste con una moderadamente optimista. Como los propios gobiernos de Reagan y Bush hijo lo han experimentado en sus experiencias de gestión, es muy costoso política y económicamente para los Estados Unidos –incluso al extremo del suicidio- el sostenimiento a largo plazo de un patrón de rivalidad con actores internacionales claves como Rusia y de coexistencia belicosa con los aliados de Europa Occidental –Gran Bretaña, Francia, Alemania- y Asia –Arabia Saudita, Pakistán, Turquía o Siria. Seguramente Trump, como Reagan y Bush hijo en su momento, harán su propio aprendizaje de gestión, ajustando el tono belicoso y provocativo de sus anuncios de política exterior –de sus señales declarativas- a las realidades y condicionamientos reales procedentes de los ámbitos interno e internacional. Sólo el paso del tiempo podrá conformarnos en qué medida las señales operacionales –es decir, que las decisiones adoptadas- de la política exterior del gobierno de Trump se parezcan o no al código realista y pragmático que orientó en la práctica –aunque no siempre en el discurso- los pasos de las administraciones de Reagan –especialmente después de la Cumbre de Ginebra con Gorbachov en 1985- y de Bush hijo –especialmente tras el estancamiento de la política norteamericana en Irak durante el segundo semestre de 2003-. Por el momento, el resto del mundo observa con incertidumbre si las primeras medidas de Trump serán congruentes con el tono belicoso de su discurso de campaña o con una conducta de mayor afinidad con las enseñanzas de la escuela realista en relaciones internacionales, aunque dicha conducta tenga que hacer, de vez en cuando, algunas concesiones discursivas a los sectores nacionalistas y xenófobos que volcaron su voto por el magnate empresario devenido en nuevo jefe de la Casa Blanca.
(*) Profesor de la Universidad de San Andrés