Antes del cambio de milenio, la vida me llevó a mudarme desde Buenos Aires hasta el otro lado de la cordillera. Lo primero que aprendí fue que el acento chileno es el más contagioso del idioma castellano y que incorporar “chilenadas” no iba a convertirme en una de ésas que emigran y se contagian de inmediato, sino a mejorar mi comunicación en un país en el que –se me ocurría– todo era un poco más ‘fácil’ que en éste. Trabajé en un diario en el que la pasé “chancho” (genial). Hice amistades entrañables que me acompañan hasta hoy. Fui feliz… y también me faltaba el quilombo porteño, el estrés, la inflación, el lío de lo que no funciona y la cultura viva, el teatro, los bares hasta cualquier hora.
El Santiago en el que yo vivía no era todavía el de los túneles interconectados, el del subte con eficiencia casi nipona, el de la nueva movida. Más bien era una capital con ritmo de provincias. Y esa rotonda, Plaza Italia, que dividía a los “de arriba” de los de abajo, los barrios más populares. Casi como una frontera. Pero en 2011 –yo ya había vuelto años antes– todo eso empezó a moverse con una fuerza casi imparable. La gente, a la que yo había visto más quedada, salió a las calles y pidió.
La asunción de Gabriel Boric ayer, los primeros matrimonios igualitarios celebrados esta semana, las mujeres y las diversidades alzando la voz en puestos públicos y sociales, el aborto legal como una posibilidad y no como una utopía, jóvenes en puestos clave y una convivencia institucional envidiable me hacen sentir, por un ratito, que se viene un Chile en el que me hubiera gustado vivir. Ojalá.