Lejos de su promesa de campaña de poner fin a las guerras lejanas y costosas en las que participan los Estados Unidos, Donald Trump dio esta semana un vuelco en su política exterior al anunciar una nueva y más agresiva estrategia para Afganistán, que implica la prolongación de una guerra que ya lleva 16 años y el despliegue de cuatro mil nuevos soldados en el terreno. Trump fijó la premisa para esta nueva fase del conflicto bélico: “Ya no vamos a construir países; vamos a matar terroristas”.
El presidente estadounidense fue brutalmente sincero al reconocer que no cumplirá con lo que había jurado antes de asumir en la Casa Blanca. “Comprendo la frustración de los estadounidenses –dijo–. Mi primer instinto era salir de esa guerra, e históricamente me ha gustado seguir mi instinto, pero he oído toda la vida que las decisiones son muy distintas cuando uno se sienta en la mesa del Despacho Oval”.
En efecto, la decisión de Trump de adoptar una actitud más beligerante frente a la cuestión afgana no parece ser un hecho aislado. En los días previos, el magnate republicano había amenazado con iniciar acciones militares contra Corea del Norte e incluso contra Venezuela. Pocos meses antes había pateado el tablero geopolítico en Siria al ordenar de manera imprevista el bombardeo de una base aérea del gobierno de Bashar al-Assad, luego de que la Casa Blanca lo acusara de utilizar armas químicas contra la población.
La diatriba militarista de Trump pone fin a la política de distensión que imperó en Washington durante los últimos dos años de la administración Obama y abre los mismos interrogantes que otros aspectos del peculiar liderazgo del mandatario: ¿qué tan largo es el trecho que separa al dicho del hecho bélico? ¿Puede el “sistema” neutralizar la desmesura de Trump?
Botón nuclear. Ambas preguntas adquieren mayor relevancia si se tiene en cuenta que el gobierno estadounidense dispone del mayor arsenal nuclear del mundo. En un artículo publicado esta semana, y titulado “¿Puede alguien frenar a Trump si decide iniciar una guerra nuclear?”, la revista especializada Foreign Policy analizó los problemas que plantea el hecho de que el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas estadounidenses, en este caso Trump, tenga el monopolio total sobre la decisión de presionar o no el famoso botón nuclear. La conclusión del artículo es desesperanzadora: la unilateralidad presidencial en esta materia es una mala y peligrosa idea, pero no existe otra mejor.
Desde antes de asumir, Trump incluso elevó el tono belicista frente a China, la tercera potencia militar del mundo, y se entrometió en su disputa territorial con Japón por el Mar de China Meridional. “Las tensiones con el gobierno chino no se desataron por factores estructurales e inherentes de la relación Washington-Beijing –señaló a PERFIL la politóloga estadounidense Pamela Kyle Crossley, investigadora del Dartmouth College–. Los temores se deben especialmente a las dudas sobre la capacidad del presidente estadounidense de tomar decisiones estratégicas racionales. Y de comunicarlas del modo adecuado”.