Para nuestros oídos tan modernos suena excéntrico, pero el primer vehículo que merecería recibir el nombre de automóvil fue impulsado por una máquina de vapor. Lo inventó el francés Cugnot a fines del siglo XVIII; su motivación era militar, lo mismo que su financiamiento, porque algunas cosas siempre fueron iguales. El vehículo, que nunca llegó a funcionar satisfactoriamente, tenía tres ruedas y una enorme caldera conectada a pistones y engranajes. Durante el siglo XIX el vapor fue la fuente de energía de moda: el mundo empezó a ser atravesado sin descanso por ferrocarriles y barcos humeantes. Se intentaron crear automóviles a vapor tan eficientes y prácticos como los trenes y acorazados, pero los resultados no fueron muy convincentes; Gran Bretaña restringió la circulación de estos vehículos, pero Francia fue mucho más permisiva, y floreció una pequeña red de traqueteantes transportes de carga y pasajeros. Cada uno de ellos necesitaba un conductor, que además se encargara de mantener la caldera en funcionamiento, calentando adecuadamente el agua con fuego; en francés, chaleur es «calor», y «calentar» es chauffer; la persona que se encargaba de calentar la caldera era el chauffeur, literalmente: el calentador. Cuando unas décadas después se inventó el motor de combustión interna y empezaron a utilizarse combustibles derivados del petróleo, el automóvil empezó a ser visto con ojos más favorables. Para designar al conductor de este vehículo, especialmente al que lo hace como profesión, se adoptó la francesa chauffeur; los países de habla castellana no tardaron mucho en convertirla en chofer.
(En la imagen, Viggo Mortesen lleva en auto a Mahershala Ali para que cumpla con sus conciertos en los estados del Sur. En Green Book, de Peter Farrelly, 2018.)