Hasta no hace mucho las distancias podían medirse en varas, jornadas, millas, estadios o leguas. Las medidas pueden tener el mismo nombre pero no coincidir: supo haber leguas francesas, alemanas, suizas y españolas; la milla castellana es mucho más larga que la milla inglesa. Muchas medidas de longitud tomaban como referencia el cuerpo humano: el codo, la pulgada, el pie, el palmo, pero desafortunadamente para la exactitud los hombres tienen la costumbre de portar cuerpos bastante distintos. Luego de la Revolución Francesa se propuso un sistema de medidas racional, basado en nítidas potencias de diez, que fue adoptado casi universalmente a fines del siglo XIX, en la primera Conferencia General de Pesos y Medidas. Bajo este sistema, la unidad de longitud es el metro. Para definirlo, midieron el meridiano terrestre que pasa por París y lo dividieron entre diez millones; para tenerlo siempre presente, forjaron una barra de metal, primero de latón, luego de platino, con esa longitud exacta: el famoso metro patrón. Con el tiempo la definición se fue haciendo más rigurosa; actualmente un metro equivale a la distancia que recorre la luz en cierta fracción de segundo. La palabra metro deriva del griego metrón, que significa, precisamente, «medir». Pero hay otro uso de metro que no tiene nada que ver con la longitud: en ciertos países es el transporte público subterráneo, el porteño subte. En este caso es una abreviación de metrópolis, palabra que en griego quería decir «ciudad madre» y que luego pasó a designar toda ciudad importante, poblada y extensa; sólo las grandes ciudades podían darse el lujo de construir un sistema de transporte tan costoso.
(En la imagen: Scarlett Johansson y Adam Driver se llevan mal, pero siguen viajando juntos en el metro. En Marriage Story, de Noah Baumbach, 2019.)