Por qué no lo salvó. Cuán oportunista fue al retratarlo. Qué tan sincera fue su intención de alertar, con flashes, al maquinista sobre la presencia de un hombre caído en las vías. El impulso del fotógrafo del New York Post, Umar Abbasi, en el que retrató a un hombre a punto de morir arrollado por un subte en Nueva York reavivó, otra vez, el viejo debate sobre la ética y el rol social de los fotoperiodistas.
“No tenía ni idea de lo que estaba fotografiando. Yo estaba mirando al tren con la intención de que parara”, explicó Abbasi en una carta reproducida por ese medio, mientras llueven las críticas contra el diario por haber publicado las fotografías. “El tren le golpeó antes de que yo pudiera llegar”, se excusó el fotoperiodista.
Lo cierto es que el gesto de Abbasi, y la controversia suscitada, no es nuevo. Lejos de construirse como superhéroes al estilo Clark Kent, los fotoperiodistas han sido históricamente cuestionados por su labor en situaciones extremas: ante una inminente tragedia, ¿deberían ayudar o fotografiar lo que sucede?
“Ver morir a esta persona ha sido una de las cosas más horribles que he visto en mi vida”, aseguró el reportero.
Una sensación similar había planteado Kevin Carter, luego de que se conociera su foto más célebre: la de un niño en Sudán, acechado por un buitre. Cuestionado por no haber asistido al nene, y en medio de una profunda depresión, Carter se suicidó en 1994, sin saber sobre el destino de su “retratado”. Ese mismo año, la imagen ganó el Pulitzer. El pequeño Kong Nyong sobrevivió al periodista: falleció en 2008 de “fiebres”.
Otra es la actitud del fotógrafo español Emilio Morenatti, reportero de AP en Medio Oriente. “Los fotógrafos terminamos desarrollando un cortafuegos para poder sobrevivir situaciones de alto contenido dramático o riesgo”, explicaba en 2006 a la cadena BBC.
“Algunas escenas se quedan para siempre como parte de uno y algunas se convierten en pequeños traumas, pero eso también le debe ocurrir a los policías, a los bomberos, a los doctores”, argumentaba, mientras desarrollaba su corresponsalía en la Franja de Gaza.
“Hay una especie como de acuerdo tácito entre los fotógrafos, en que basta una mirada cómplice para decir 'vámonos'. Hay un momento en el que decidimos no hacer ni una foto más. La línea nunca se sabe”, admitía el español, reconocido a nivel internacional por sus trabajos, entre otros, en torno a la violencia ejercida sobre mujeres afganas y pakistaníes.
Testigos. Colombia se convirtió, en 1985, en el escenario de una catástrofe natural que arrasó con el pueblo de Armero. Allí, Omayra Sánchez Garzón padeció durante días, atrapada entre el fango, agua y los restos de su propia casa.
Sin forma de ayudarla a salir de esa trampa mortal, Frank Fournier retrató a la adolescente, poco antes de morir de gangrena gaseosa. La imagen se conoció meses después de su fallecimiento.
Otro caso paradigmático es el de Paul Hansen, ganador del concurso internacional “Swedish Picture of the year 2010”. La imagen: Fabienne Cherisma, una joven haitiana muerta por la Policía local. En sí, la foto no suscitó grandes cuestionamientos, sino hasta que se conoció otra perspectiva de esa misma situación: el fotógrafo Nathan Weber captó a los fotoperiodistas mientras disparaban sus flashes sobre el cuerpo de Cherisma.
Lejos de cuestionar a sus colegas, Weber defendió el oficio. "La muerte de Fabienne muestra que hay ambientes en total caos. La representación visual es una muestra de las cosas con las que la gente en Haiti tiene que lidiar".
Su argumento actualiza, de alguna manera, lo que planteara Eddie Adams en 1968, al referirse a la secuencia que obtuvo sobre los fusilamientos de militantes del Vietcong, a manos de la Policía de Saigón. "El general mató al VietCong; yo maté al general con mi cámara", comparó.
Utilidad social. La fotografía testimonial no siempre encierra una belleza estándar. A la célebre imagen del Flower Power se le contrapone una catarata de trabajos que lejos están de exponer un mensaje optimista. Por el contrario, la difusión de ese tipo de fotografías se mueve en un delgado margen entre la denuncia y el morbo, que todos consumen, incluso desde el repudio. Y Argentina no es la excepción.
Tal vez, no hay ejemplo más claro que el del asesinato de los militantes Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, cuyo esclarecimiento fue posible por las secuencias fotográficas de los medios que, involuntariamente, fueron testigos de la represión policial.
En 2012, a diez años de la masacre, uno de los fotógrafos que retrataron los enfrentamientos en Avellaneda, José Mateos, se refirió a las imágenes que obtuvo ese día. "No me gusta mucho ver esas imágenes. Siento orgullo por el trabajo, pero las miro de pasada. Incluso en alguna exposición que hice las obvié, aunque después entendí que debían estar", reconoció. "Muchas veces me pregunté si podría haber hecho algo más para salvarle la vida a Darío (Santillán); sé que no se podía, pero en un momento me pesó el hecho de no tener claro si podía haber hecho algo más que estar ahí", confió.
¿Estaba en ellos salvarlos? Realmente, ¿podrían haberlo hecho? No. Su intervención es tan simple como sacar una fotografía. Tan grave como retratar lo que otros no vieron.
(*) Editora Perfil.com | En Twitter: @ursulaup