No es fácil ser Alex Karp, el CEO de Palantir Technologies, una de las más grandes empresas dedicadas al análisis de Big Data. A fines de octubre último, el New York Times le dedicó un largo reportaje en el que se afirmaba que, quizás, la compañía “ve demasiado” entre los datos personales de millones de personas en todo el mundo.
Luego, a mediados de este mes, el colmo: el multimillonario húngaro estadounidense George Soros, posiblemente el hombre más odiado por los “conspiranoicos” junto a Bill Gates, señalado como uno de los gestores del fantasioso “nuevo orden mundial” que manejará a las personas con vacunas y lavados de cerebro, decidió desprenderse de sus acciones en Palantir.
El Soros Fund Management (SFM) publicó un duro comunicado para anunciar la operación. Según el texto, la firma del billonario “no aprueba las prácticas comerciales de Palantir”. Es más, “SFM hizo esta inversión en un momento en el que las consecuencias sociales negativas del Big Data eran menos comprendidas”, afirmaron los voceros de Soros.
Blanco fácil. Palantir ya venía siendo un blanco fácil para muchos. En sus comienzos -la empresa fue creada en el 2003 por el alemán-estadounidense Peter Thiel, uno de los co-fundadores de PayPal y el primer inversor externo en Facebook- recibió financiamiento semilla de In-Q-Tel, la agencia de capital de riesgo de la CIA, el servicio de inteligencia exterior de Estados Unidos.
La CIA, como muchos otros servicios secretos del mundo, se apura a financiar startups de este tipo para asegurarse de, llegado el caso, contar con acceso privilegiado a nuevos diseños de software para inteligencia y seguridad.
Al parecer, se trató de una buena inversión: cuenta la leyenda que los algoritmos de Palantir ayudaron a localizar y matar a Osama bin Laden, el líder terrorista señalado como el impulsor de los atentados del 11 de setiembre del 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York y ejecutado el 2 de mayo del 2011 en Pakistán por comandos norteamericanos.
En un tono menos heroico, la empresa de Thiel, un destacado sostenedor de Donald Trump, fue acusada de estar involucrada en la presunta campaña sucia digital de la consultora británica Cambridge Analytica que habría ayudado al ahora presidente saliente de Estados Unidos a ganar las elecciones del 2016.
Línea fina. Además de los golpes que recibe de Soros, el New York Times y otros íconos del Occidente, Palantir es castigada también, obviamente, desde la vereda de enfrente. Un pequeño ejemplo: un artículo de TRT, la cadena estatal de radio y televisión de Turquía -es decir, controlada por el gobierno del presidente Recep Erdogan- hablaba en octubre pasado de la “turbia reputación” de la empresa de Thiel.
“Si bien no hay nada fundamentalmente malo en eso, Palantir camina en el borde de una línea muy fina: brindar a los gobiernos la capacidad de rastrear a terroristas, disidentes e indeseables con facilidad, al tiempo que vende sus servicios y capacidades de espionaje al mejor postor”, se lee en la nota de TRT.
Y, además de disparar contra uno de sus blancos favoritos, Israel, afirmando que la compañía norteamericana apoya “el complejo de tecnología militar” del gobierno de Jerusalén, TRT especula que el software de Palantir “también podría usarse para propósitos más nefastos, para vigilar a las minorías y rastrear inmigrantes”.
Todo esto dicho por un medio controlado por un gobierno como el de Ankara que, casualmente, “rastrea terroristas, disidentes e indeseables” (como activistas kurdos o militantes opositores), “vigila a las minorías y rastrea a los inmigrantes”.
Preguntas. ¿Por qué entonces estos ataques contra Palantir de parte del New York Times, una empresa que cuenta con su correspondiente departamento de marketing que, como cualquier otro a ese nivel, utiliza técnicas y bancos de Big Data? ¿Por qué está enojado Soros, un capitalista muy conocido también por sus controvertidas incursiones globales en política a través de donaciones y financiamiento de partidos e instituciones?
Desde que entramos a la era de internet y el marketing digital, cualquier gobierno o gran corporación tiene que descansar a la sombra del Big Data si quiere avanzar o sobrevivir. La tecnología no es culpable: los hombres y mujeres que están al frente de esos gobiernos y corporaciones -se dediquen tanto a la venta de zapatillas como al manejo de infraestructuras y servicios- son quienes aplican el software de empresas como Palantir según sus intereses y convicciones morales.
Tanto cuando se hable del uso de Big Data por parte de gobiernos como cuando se analice su aprovechamiento a manos de empresas comerciales, lo importante es “sacar la cuenta de los algoritmos” que dan vida a ese proceso, le dice a PERFIL el profesor Walter Sosa Escudero, director del departamento de Economía de la Universidad de San Andrés (UdeSA), en Buenos Aires.
Pero, “cuando saquemos la cuenta de los algoritmos hay que sacarla toda”, advierte el economista, según el cual cualquier resultado de esa operación será “prematura” porque “todavía no sabemos todas las ventajas y las desventajas” del Big Data, esas ensaladas gigantes de datos masivos tomadas de fuentes infinitas, que solamente se pueden comprender y analizar a través de la tecnología y la informática.
Por ejemplo, si el lector cuenta con un celular con sistema operativo Android (aunque también funciona en iPhone), es bastante probable que tenga activado el Google Maps Timeline, un sistema de tracking que “rastrea” al usuario mientras se mueve por su ciudad o el mundo.
Una vez al mes, la aplicación envía un email con el “recorrido” del usuario: estuviste aquí, pasaste por allá y cruzaste esto. Inquietante, en especial para aquellas personas de una cierta edad que llegaron a conocer, el siglo pasado, el placer de poder “esconderse” efectivamente de amigos, familiares o acreedores.
“Sí, es inquietante”, coincide Sosa Escudero. “Pero, como todo, tiene ventajas y desventajas: con ese rastreo me quedo tranquilo porque, si me pierdo, me van a poder encontrar”, pero también es muy posible que Google o alguna empresa que publicite con Google, “me quiera vender algo”, agrega el economista.
Gobiernos. Un dilema parecido surge cuando el análisis de los datos recopilados es gestionado por un gobierno, como se vio, por ejemplo, durante los peores meses de la pandemia de coronavirus, cuando autoridades de varios países en todo el mundo colocaron “rastreadores de Covid-19” en los celulares de millones de infectados o sospechados de haber contraído la enfermedad.
¿Está bien que el gobierno nos controle de esa manera? ¿Es más importante la privacidad o la salud general? Y cuando se trata de seguridad estatal: ¿cuánto de privacidad se debe resignar para evitar ataques terroristas, por ejemplo?
“Los peligros son muchísimos cuando los gobiernos no son democráticos y cuando no existen mecanismos claros para prevenir formas de intimidación y manipulación”, advierte Ernesto Calvo, profesor de Gobierno y Política en la Universidad de Maryland, en Estados Unidos.
Conversando con PERFIL, Calvo dice que el “rastreo” de afectados por el coronavirus “es uno de los casos en los cuales hay claras ventajas y claros riesgos”. El experto asegura que, al menos en Estados Unidos, existe una salvaguarda contra eventual abuso en el análisis de los paquetes de información: “los datos personales que tienen que ver con la salud están extraordinariamente regulados” en el país norteamericano, “y por buenos motivos”.
En ese sentido, Sosa Escudero señala que, además, “los avances en términos de encriptación son impresionantes” y que “la tecnología avanzó mucho” tanto en sus herramientas para “obtener información como para protegerlas” de quienes quieran manipularla.
Si el propio Soros admitió que todavía no se comprende el alcance del Big Data, el profesor de la UdeSA agrega que “ciertamente hacen falta leyes” para codificar normas y seguros frente a este fenómeno, “pero antes hay que entender cómo funcionan las cosas”, remarcó.
Big Data, siguió el economista, “no es la primera revolución tecnológica y posiblemente ni siquiera la más importante” que asombra a los seres humanos. “Como especie -precisó-, nos agarra con mucha experiencia para organizar instituciones y cuidados para sacar lo mejor y no lo malo” de una nueva tecnología.
Por ahora, afirma por su lado Calvo, “el problema no es simplemente administrar un derecho a la privacidad que ya está legislado”, ya que -por ejemplo- existen “muchísimas áreas grises en las cuales ni siquiera las plataformas tienen reglas claras sobre lo que es ética y legalmente aceptable”.
Como ejemplo, el profesor de la Universidad de Maryland señala “la incorporación en estos meses de etiquetas en Twitter para ‘editar’ las publicaciones de Trump”, y también “el cambio en el algoritmo que reduce la cantidad de retuits al aumentar la cantidad de clicks necesarios para re-publicar”, lo que, afirma, “muestra que las plataformas constantemente están modificando el tipo de ‘big data’ que capturan”.
Al fin y al cabo, coinciden Sosa Escudero y Calvo, son todos problemas de un asunto en el que nos metimos solitos y de buena gana. “No es posible acceder a los beneficios de Google sin que Google observe lo que pedimos”, dice el académico de la facultad norteamericana.
El uso de plataformas -sea Google, Facebook, Twitter, el website de una municipalidad o el mailing list de Ferro Carril Oeste- “y la recolección de Big Data, son inseparables”, completa Calvo.
La exposición de nuestra privacidad, sea comprando con tarjeta de crédito en Amazon o rellenando un cuestionario para cobrar un seguro, siempre “tiene un riesgo -sintetiza Sosa Escudero-: de la misma manera que es peligroso caminar por la calle, también tenemos que aprender cuáles son los peligros de sumergirnos en el Big Data”.
* Periodista. Se especializa en temas de la realidad israelí.