OPINIóN
Entender la vida

Como la cigarra: la muerte no puede tener la última palabra

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Covid-19. En estos tiempos la pregunta por el futuro puede aterrarnos. | cedoc

Parece que fue hace una eternidad. Era el año 2012 y nos dirigíamos inexorablemente al final de la tierra condenada por una profecía maya. Según esta “profecía”, en aquel año debería haber ocurrido una alineación de los planetas y del Sol con el centro de la Vía Láctea que, combinada con una inversión de los polos magnéticos de la Tierra, ocasionaría una catástrofe de ribetes cósmicos. No vale la pena discutir la base científica de estas predicciones obviamente falsas. En la cultura maya, la astronomía se desarrolló de acuerdo con la política y la religión, con una obsesión por los ciclos de tiempo.

Por fascinante que pueda ser el estudio de la astronomía maya, me gustaría reflexionar aquí sobre el final del universo. O, como me dijo un colega italiano, se trata de preguntarnos por el tiempo que nos queda. Claro está que, formulada en estos términos, es una cuestión que quisiéramos eludir tanto cuanto nos sea posible. En tiempos del Covid-19 la pregunta por el futuro puede aterrarnos, pero puede ser también una oportunidad para dar espacio a las grandes preguntas de la humanidad. Una pintura de Paul Gauguin que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Boston, con el título ¿Dónde estamos? ¿De dónde vinimos? ¿A dónde vamos? nos revela que podemos abordar las cuestiones fundamentales de la existencia humana desde la ciencia, la filosofía, la religión y el arte. El tema del final del universo es una de esas grandes preguntas.

Sabemos, por los estudios de cosmología, que el universo comenzó hace unos 14 mil millones de años. Según los datos observacionales más confiables, el universo se expande aceleradamente. Si este modelo es correcto, el universo en un futuro muy lejano –trillones de años– terminaría “desgarrándose”. Según las especulaciones de algunos cosmólogos, es posible que el universo ni siquiera tenga un único desenlace sino más bien un final múltiple. El escenario a largo plazo, con todo en el universo muriendo poco a poco, es obviamente hostil para la vida.

Mientras buscamos vida en el universo, necesitamos entenderla en la Tierra

Confieso que, aunque familiarizado con cifras astronómicas, la constatación de un final frío y oscuro para nuestro universo me produce un cierto desasosiego. En palabras de Friedrich Nietzsche: “Cuando se mira por mucho tiempo un abismo, el abismo mira dentro de ti”. O recordando al sabio bíblico del Eclesiastés: “Un inmenso vacío –dice Cohélet–, un inmenso vacío, todo es vacío”. La siguiente pregunta es inevitable: ¿Es esta la última palabra?

Tenemos experiencia de que la vida es resiliente. Mientras buscamos vida en el universo, necesitamos entender la vida en la Tierra. La vida tiene una capacidad extraordinaria para adaptarse a los ambientes más inhóspitos de nuestro planeta. También es cierto que la vida es frágil y que tenemos que cuidarla. Es lo que dolorosamente estamos constatando en esta pandemia. Joseph Ratzinger en Introducción al cristianismo escribía: “El realismo cristiano va más allá de la física… Si el cosmos es historia y si la materia representa un momento en la historia del espíritu, entonces materia y espíritu no están eternamente una al lado del otro de un modo neutral, sino que es necesario pensar una última complejidad en la cual el mundo encuentra su plenitud y su unidad. Entonces el último día será aquel en el cual el destino de cada hombre se cumplirá porque ha encontrado cumplimiento el destino de la humanidad”… y del universo. En lo profundo del ser humano existe la creencia fundamental de que la muerte no puede tener la última palabra. Tomando prestadas las palabras de la querida María Elena Walsh: “Tantas veces me mataron. Tantas veces me morí. Sin embargo estoy aquí resucitando”.

 

*Jesuita, doctor en Astronomía, investigador de Conicet-Universidad Católica de Córdoba, ex director del Observatorio Vaticano.