OPINIóN
Cultura de la cancelación

¿Cómo tolerar a los intolerantes?

Hoy en día se habla en todos lados de la “cultura de la cancelación”. Sin embargo, ¿qué quiere decir esta expresión? ¿Cuál es su alcance? ¿En qué contexto se da?

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Tolerar a los intolerantes. | cedoc

En términos generales, cancelación remite a la limitar o directamente prohibir la inclusión o participación de alguna persona en un evento o situación, a partir de sus dichos o por algún aspecto de su historia personal. Representa una actitud punitiva y, de un tiempo a esta aparte, despierta preguntas. Porque la cancelación es algo que ocurre en espacios promovidos por discursos progresistas o que hacen de la libertad y la tolerancia pilares fuertes de su identidad; entonces, ¿cómo es que quienes militan causas justas cometen la injusticia de asumir una respuesta intolerante?

Hasta aquí, la cultura de la cancelación es otra de las paradojas del progresismo. En una entrevista reciente, el polémico director de cine John Waters lo dijo de una manera concisa: “Hoy los censores son jovencitos ricos y progres que están en contra de la libertad de expresión por la que yo luché”. En este sentido, el fenómeno de la cancelación se asocia al problema contemporáneo de lo “políticamente correcto”; es decir, quien no reproduce la razón común, quien hace alguna pregunta de más o que incomoda, corre el riesgo de ser cancelado. 

¿Cómo funciona? El carácter problemático de la cancelación es que no actúa sobre discursos, sino que directamente castiga personas. Porque lo cierto es que los discursos no dejan de existir porque no se le permita a alguien expresar ese punto de vista. No son pocas las personas que hoy dicen: “Esto te lo digo a vos, acá, pero jamás lo diría públicamente o en una red social”. He aquí, además, otro factor que contribuye al problema general que constituye la cultura de la cancelación: su ampliación como fenómeno de masas en la virtualidad, a través de linchamientos, escraches y formas de acoso cuyo origen no es restablecer una pregunta por lo justo, sino servirse del anonimato de las redes para actuar con impunidad. Hace tiempo está investigado que en la virtualidad las personas se comportan de un modo en que jamás lo harían en persona o cara a cara. 

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La figura del escrache tuvo una raíz legítima en la historia de nuestro país, de la mano de quienes no encontraban respuesta para el juicio a genocidas. En nuestros días, en tiempos de virtualidad, cualquiera puede decir cualquier cosa de quien quiera, por lo general echando mano de una victimización incuestionable. Quien es acusado rápidamente es tomado por un delincuente -¿y a quien no le gusta sumarse a una ola de escándalo para acusar a alguien y proyectar sus propias culpas? Querer estar del lado de “los buenos”, supone la proyección básica de la propia maldad– ya que en la acusación no hay matices ni preguntas posibles, el escrachado es tan malo como un genocida. Sin embargo, el efecto más nocivo es que quien acusa cuenta una verdad concedida (emocionalmente) que hace dispensable cualquier mediación dialógica o judicial. Por lo tanto, ya no será necesario pensar si lo realizado es un delito o no, ni siquiera se piensa si quien cometió una acción desafortunada tiene chances de rehabilitar su conducta, no, porque lo que se busca es el escarnio y la humillación.

¿Quién cancela? A partir de lo anterior, cabría preguntar por algunas características psicológicas de quien cancela. Antes me referí al mecanismo psíquico de proyección, que se vincula con un pensamiento binario y sin matices; es decir, que piensa con un espectro radical en que lo bueno y lo malo no tienen puntos intermedios, ni habilita situaciones que puedan esclarecerse dialógicamente.

De este modo, la cancelación supone una trama de rigidez psíquica, fuertemente valorativa y proclive a la identificación con discursos masificados. Cualquier discurso se puede volver de masas, en la medida en que ya no sirve para pensar, para desarrollar ideas o plantear preguntas, sino que su funcionamiento residual es que solo sirva para juzgar de manera reactiva.

Quien cancela renuncia al acto psíquico más propio del pensamiento, que se basa en poner en cuestión la certeza, para interrogar una escena. En tiempos actuales, en que la forma más común de la locura es apasionarse con la verdad (hoy la verdad se declara, casi no se investiga), la vacilación se considera un gesto de complicidad o de tibieza. Nuestra idea de la verdad ya no supone que esta necesita un trabajo, al cabo del cual, se llega a la conclusión. Los discursos de la cancelación se basan en verdades inmediatas y, por eso, contribuyen a la generación de grietas; por lo general, grietas que les son funcionales para conservar la ilusión de estar del lado “de los buenos” y así surge otra paradoja: muchas veces quienes dicen que hay que ir más allá de las divisiones, de las sumisiones, segregaciones, etc., no hacen más que volver generarlas. Esta es otra característica de la victimización. El libro “El tiempo de las víctimas”, de la psicoanalista Caroline Eliacheff y el jurista Daniel Soulez Lariviére es una excelente lectura para ampliar esta cuestión.

¿En qué mundo se cancela? La referencia al libro anterior, es un buen pie para mencionar otro: “Indignación total”, de Laurent de Sutter, filósofo y profesor de Teoría del Derecho. Nuestro mundo se volvió adicto a los escándalos, a los que se pliega irreflexivamente para sentir que así se vive alguna emoción fuerte, que se milita alguna causa, para olvidar el vacío de sentido en nuestra vida cotidiana. Cada quien, detrás de su computadora, se expide acerca del bien y mal, se pronuncia diariamente acerca del tema de la semana, como si esta nueva forma de entretenimiento no fuera una nueva vía de control social.

Que los dos libros que mencioné hayan sido escritos por teóricos del derecho no es casual, porque la cancelación se vincula con otro aspecto crucial de este siglo: la judicialización de la vida; es decir, hoy en día todos los conflictos se resuelven con amenazas de juicios, con envíos compulsivos de cartas documento, con la interpretación precipitada de todo lo que nos ocurre en términos de daño que debe ser resarcido. El individualismo contemporáneo hace que las personas se vuelvan cada vez menos capaces de encarar una situación en la que pueda haber tensión sin preverla hostilmente, sin fantasear una resolución agresiva, sin hacer del adversario un enemigo, sin hacer del otro un ser malvado que nos puede destruir… si no lo destruimos antes.

De este modo, se cancela en un mundo que perdió la capacidad de la interacción y en el que el lazo social se encuentra tan fragmentado que mejor es que cada quien se reúna con quienes piensan como uno, que refuercen sus opiniones y expulsen lo diverso. Así es que se cancela en un mundo que perdió la dimensión pública del debate y que cree que la consigna “Lo personal es político” –en lugar de relacionarse con la politización de situaciones que se creían privadas– es equivalente hacer de lo íntimo una nueva forma de negocio publicitario. 

Política. En su libro “El declive del hombre público”, el sociólogo Richard Sennett plantea el desarrollo contemporáneo de una “ideología de la intimidad”, que degrada el compromiso político en mecanismo psicológico. Así es que se hace política desde una subjetividad elevada a modelo, con una consecuencia nefasta, porque anula la acción política. Es lo que vemos hoy cuando, por ejemplo, en Twitter alguien “corre por izquierda” a alguien con quien comparte mucho más que con un verdadero adversario. 

De este modo es que los movimientos enloquecen e implosionan y cada quien pierde su propia representación e identidad, por pseudo debates internos en busca de prestigio, cada quien delira con su micro-mundillo por resentimiento y narcisismo. Ese “correr por izquierda” no es un método de argumentación ni un modo de abrir un debate, sino la exposición de un mecanismo loco (porque yo soy más psicoanalista que vos, porque yo soy más ecologista que vos, porque yo soy más feminista que vos, etc.) que instituye una ruptura del espacio público indispensable para hacer política. En las redes sociales, la militancia se volvió exhibicionismo.

¿Qué hacer? La cancelación es un fenómeno masificado, irreflexivo y justificado binariamente, que desconoce el modo en que transgrede sus propias intenciones.

Quienes cancelan, hablan en nombre de la verdad, pero ¿qué verdad? Una que se basa en su propia percepción. Por ejemplo, alguien determina qué ocurrió en una escena a partir de lo que ve un video de segundos que se volvió viral. A diferencia de quien pudo decir “Pienso, luego existo”, quien cancela dice: “Veo, esta es la única verdad” y así no importa que haya delito o no, que haya instancia judicial o no, que haya un conflicto que se pueda restituir y pensar, no, quien cancela en un segundo ya se salteó todos estos pasos y decide de qué lado está. El de los buenos, claro.

Llamar la atención sobre esta masificación que, en nombre de la pasión, va contra la capacidad de pensar, es uno de los desafíos más importantes de este momento. En días de haters, trolls y otras desgracias virtuales, desactivar nuestras reacciones inmediatas es una acción tolerante, antes que complaciente o condescendiente. Hay solo una cosa más triste que ser un hater o un troll a conciencia: serlo y no saberlo.

*Doctor en Psicología y Filosofía.