OPINIóN
El poder de la tecnología

Cosificación

1-11-2020-Logo Perfil
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Desde muy chica, algo me impactaba: que tantos objetos sobrevivieran a sus dueños, a los hijos, a los nietos y bisnietos de sus dueños, y así sucesivamente.

Los negocios de antigüedades eran la muestra perfecta de eso. En mi propia casa de Bucarest, mis abuelos tenían vajilla de porcelana de Baviera que había pertenecido a ancestros de ellos. A veces, se rompía un plato o una copa de cristal y aquello era un drama. Pero yo que, desde muy pequeña, estaba obsesionada con la idea de muerte, me decía: “Qué curioso. Los objetos más frágiles pueden ser eternos… o morir en un instante. Lo bueno es que no lo saben”.

Sí, las cosas podían vivir siglos o hacerse trizas. No se enfermaban, no agonizaban. Su vejez significaba una rajadura (el equivalente de las arrugas) o una pátina, si eran de metal.

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De algún modo, yo envidiaba  a los objetos, porque a diferencia de las personas, no podían pensar, ni emocionarse, ni amar, ni sufrir.

Hoy, me pasa todo lo contrario con este tema. La tecnología que nos viene cambiando la vida desde hace tiempo, con sus mágicos avances, estímulos, soluciones, con sus enormes ventajas, ¿qué logra, por otro lado, sino deshumanizarnos?

Nos está cosificando… es decir, nos está convirtiendo lentamente en cosas. Progresivamente somos más objetos que sujetos. Así nos manipulan, nos observan, nos vigilan, nos controlan. Nuestro libre albedrío se está evaporando, nuestras reacciones individuales no importan, la afectividad y la espiritualidad parecen fútiles. Lo que importa son los proyectos e intereses globales. Nuestra existencia toda, nuestra vida personal y social, nuestra agenda diaria, nuestras comunicaciones, todo está encerrado en un teléfono celular. Es inconcebible vivir –no un día, sino una hora– sin ese aparatito adictivo en la mano. Es como la prolongación de nuestro ser y ya está clonando nuestra identidad. Es y será, cada vez más, nuestro “otro yo”.

Somos ya un celular, un código, un QR, una contraseña, un  usuario, una clave, un número. Casi dejamos de ser personas.

Lo que sucedió con los códigos de barra para los productos, sucede hoy con nosotros. Y, además, los que avanzan a pasos agigantados son los robots. Es decir, humanoides, máquinas maniobrables que nos van a reemplazar en muchísimas tareas. Se programan, se mueven, hacen lo que se les pide. No reflexionan, no se rebelan, no hay que darles alimentos, medicamentos, trabajo , sueldos, jubilaciones, aportes sociales, etc. Y si se rompen, se arreglan con un cambio de piezas.

Hace como 25 años, en un congreso internacional de una universidad de los EE.UU., un colega me decía que a la brevedad se acabarían las oficinas, los empleados, el papeleo, los escritorios, que todo se manejaría desde la casa, a través de una pantalla y prácticamente sin personal. Y yo pensé que estaba loco.

Bueno, aquí estamos. Hace una semana que estoy tratando de que en un instituto médico me atienda una voz humana, y es imposible. Lo mismo si uno quiere hacer un reclamo en una empresa de servicios. No hay seres vivos del otro lado. Sí grabaciones, discos rayados.

¿Qué pasará en el futuro? Pienso en los artistas, en los escritores, en los músicos, en los docentes, en todo lo referido a las humanidades.

Esta progresiva deshumanización  parecería imposible de frenar o  de parar.

A mí me siguen atrayendo las utopías por aquello de que “todo es utópico hasta que deja de serlo”.

Por eso, en el trasfondo de mi ser, abrigo la esperanza de una vuelta a las fuentes: pasar alguna vez de esta cosificación a una rehumanización.

Sueño con que quede en la Tierra alguien como el beduino del cuento de Saint-Exupéry: un hombre que le da agua a un piloto, casi muerto de sed, perdido en el desierto de Libia. Y el piloto del cuento le agradece a su salvador así : “Te borrarás para siempre de mi memoria. No me acordaré más de tu rostro. Eres el Hombre y yo te reconoceré en todos los hombres”.

Ese ser humano solidario, compasivo, que siente, ama, piensa y salva al prójimo  –como el Ave Fénix– tiene que renacer.

*Escritora.  Autora de Rosas del desierto.

Producción periodística: Silvina L. Márquez.