Se define la cancelación como un fenómeno en las redes, por el que se retira el apoyo, se suprime el vínculo, o se llama a boicotear y hasta atacar a personas cuyos comentarios o acciones nos molestan o consideramos inaceptables, o que transgreden la expectativa puesta en ellas en sus opiniones o adhesiones. No son respuestas sólo individuales y personales, se etiqueta y se llama a insultarlas y denunciarlas para que cierren sus cuentas. Y producen una escalada: Rowling, la autora de Harry Potter, manifestó que las trans no son mujeres, fue acusada de transfóbica y boicoteada la presentación de su última novela, se defendió calificando a quienes la acusaban, recibió insultos, firmó una carta con Noam Chomsky y otros intelectuales contra la cancelación y el peligro del pensamiento único que hay detrás de esa actitud. Y todavía siguen.
La cultura de la cancelación atraviesa también las relaciones personales, por decepción, por falta de reciprocidad, porque no nos gustan sus posturas políticas, o realizaron una acción o emitieron una opinión inconveniente: ¡chau! cancelados, eliminados, bloqueados. Un fin instantáneo sin oportunidad de reconsideración ni de reparación. Todo el poder para el botón de destrucción, y cada persona puede tener ese poder en su pequeña porción de intervenciones sociales. No sólo no queremos escuchar una opinión que nos choca, sino que el que emitió esa opinión no tiene ya oportunidad de nada. Eliminado y a otra cosa, el sueño del capitalismo mercantil, tirar un objeto y comprar otro nuevo. Nada de darle valor, apegarse y repararlo Sólo que las mercancías somos las personas tratadas como objetos, que se adquieren o se desechan, en un vínculo social que se reduce a una asociación de consumidores. No hay ni tiempo, ni paciencia, ni deseo de producir cambios que salgan del binarismo de estar dentro o fuera del círculo de sesgo epistémico y mental de cada cual. No queremos diálogos que nos hagan reconsiderar nuestras opiniones, ni reflexión, sólo que desaparezca lo que no nos gusta de inmediato. Y en las redes tenemos milagrosamente el poder para eso.
En la cultura de la cancelación obran simultáneamente varias cosas: la velocidad de las comunicaciones, el efecto contagio de una agresión iniciada intencionalmente, en la que muchas personas concurren a insultar basadas en la primera apreciación sin profundizar en las razones o la veracidad de la acusación. No hay mirada crítica ni voluntad de tenerla, ni tiempo para eso ni vías accesibles para hacerlo. Porque juega también la supresión de los canales normales para reestablecer justicia o pedir cambios, y ser escuchadxs como ciudadanxs. La cancelación es un modo directo de castigo (insultos, hostigamiento) y a la vez el pedido de más castigo como consecuencia (echar a una participante de un concurso televisivo, llamar a no concurrir a un recital y acusar a los organizadores de complicidad, impedir la venta y distribución de un libro, convocar a no comprar en determinado lugar o boicotear un producto etc.).
Podríamos verlo como un linchamiento liso y llano, pero también podríamos verlo como una justicia inmediata de carácter popular, de sujetos que suponen con buen criterio que no tendrían éxito en una demanda judicial. Quiero analizar las dos posibilidades. En el primer caso actúa un efecto avalancha en que se pasa rápidamente a rotular de modo tremendista a un sujeto (una cantante blanca se hace un peinado afro, y pasa a ser racista); y a exagerar los adjetivos hasta vaciarlos de contenido: todo es fascista. Por otro lado, una paradoja, la hostilidad ejerce cierto imán y termina difundiéndose aquello que se deseaba suprimir. Un provocador con poquísimos seguidores termina replicado miles de veces por sus antagonistas que llaman a cancelarlo. Mientras otros advierten que no se debe «discutir con el enemigo», sino cancelarlo sin más para que su posición no se difunda ni entre en el diálogo. Hasta que sólo quedemos los que pensamos parecido y nada nos interpele.
Pero dije que además del linchamiento hay otra posibilidad, que es más virtuosa y es la que veo en la cultura del escrache. Una intervención que parte de la frustrante constatación de que la justicia y las fuerzas de seguridad no están para nosotras, que nos exponen y nos maltratan, que no se toman en serio nuestras denuncias ni nuestros derechos, que desconocen impunemente las leyes que nos amparan y que tanto costó conseguir, que con poder y dinero se puede eludir cualquier responsabilidad y consecuencia en los actos que nos dañan (y nosotras no tenemos igual acceso ni al poder ni al dinero). Entonces exponer un caso de maltrato o de acoso en las redes, encontrar a las compañeras que nos dicen «yo sí te creo, hermana» y nos abrazan, es un alivio y una forma de reparación que la justicia no nos proporciona.
Habría mucho que decir sobre los escraches, su inicio en el reclamo por memoria, verdad y justicia por parte de HIJOS, resignificado hoy por las redes feministas y la construcción de sororidades; pero también tiene riesgos de daño hacia las propias denunciantes, y de llevarse puesto algo que nos costó mucho conseguir en un país con décadas de dictadura: el principio de inocencia. Para que no haya arbitrariedad en el castigo ni linchamiento irreparable, debemos pensar formas responsables en el uso de estas denuncias. Creo que los hay, pero exigen una posición subjetiva: la de sentir que vale la pena tejer, cuidar y reparar los vínculos sociales y no sólo eliminarlos; y la de creer que las personas podemos cambiar intelectual y emocionalmente en nuestros intercambios.
*Agradezco al periodista Joaquín Sánchez Mariño, que me invitó a pensar en este tema, y a Sonia Almada, de Aralma, por el conversatorio hermoso que tuvimos con Rita Segato y Dora Barrancos.