En este siglo, EE.UU. se vio envuelto directamente en conflictos en Siria, Iraq y Afganistán. Allí empleó tropas y abundantes medios. De todos estos escenarios se está retirando, no con gloria precisamente. En este cuadro muchos se preguntan si Estados Unidos tendrá el consenso interno para involucrarse en otro conflicto externo, al menos en el futuro inmediato. Gran interrogante.
Cayó Kabul. En pocos días una fulminante ofensiva de los talibanes desmoronó al ejército afgano que, a lo largo de más de 20 años, Estados Unidos y sus aliados habían formado, derrochando recursos y equipamiento. Se calcula que las fuerzas del hoy desaparecido gobierno afgano alcanzaban a más de 300 mil hombres, bien equipados, que eran más que suficientes para mantener a raya a poco más de 70 mil milicianos yihadistas.
Dos décadas duró la presencia de las tropas occidentales en Afganistán. Cuando se marcharon, se desmoronó el gobierno y sus tropas se rindieron sin combatir, entregando su equipo a los talibanes. ¿Era posible otro resultado? ¿Cuál era el objetivo político de la ocupación? ¿Cuánto impactará a la política exterior de EE.UU.? ¿Cómo queda el ajedrez del Asia Central?
EE.UU. es la principal potencia involucrada en este desenlace. Ello obliga a reseñar por qué se involucró en esta, la que fue la guerra más larga de toda su historia, donde perdieron la vida miles y se gastaron millones de dólares cada día.
Desde Vietnam al 11/9. La larga historia de intervenciones externas de Estados Unidos tuvo en Vietnam un punto de quiebre. Fue la guerra más resistida por su población, la más impopular, se emplearon más bombas que en la Segunda Guerra y, al final, fueron derrotados. Sus aliados del entonces Vietnam del Sur se desmoronaron en pocos días, toneladas de armamento, aviones, blindados, helicópteros, cayeron en manos de las tropas del general Giap y del Vietcong.
Al interior de la sociedad norteamericana el malestar estalló. Coincidió con las revelaciones del escándalo de Watergate, el espionaje al Partido Demócrata por parte de agentes cubanos anticastristas (entrenados por la CIA). Renunció el presidente Richard Nixon. No fue todo, en ese mismo año el Congreso estadounidense conoció el informe del Comité Church, que reveló cómo la inteligencia de EE.UU. financió a periodistas, partidos y gremios para derrocar a Salvador Allende. Incluido el armar al comando de derecha que asesinó en esos días al comandante en Jefe del Ejército de Chile, general René Schneider. Era claro que las autoridades estadounidenses no siempre operaban defendiendo la democracia y los DD.HH., como proclamaban. Le deslegitimación del sistema fue profunda.
Corría 1975 y un consenso se instaló tanto en la sociedad como entre los estrategos estadounidenses: nunca más participar en una guerra lejana. Nunca más enviar a sus muchachos a morir o quedar mutilados en conflictos de ese tipo. Eso no significaba que Estados Unidos renunciaba a ejercer su influencia, solo que privilegiaría el uso de medidas diplomáticas, económicas o de operaciones encubiertas. Pero no involucrar tropas. Así ocurrió en diversos conflictos que sacudieron las últimas décadas del siglo XX: las guerras en África, donde tropas cubanas propinaron dura derrota al entonces racista ejército sudafricano; pasó lo mismo en Centroamérica, donde los americanos entrenaron, armaron y financiaron a los ejércitos locales que enfrentaron a las guerrillas en Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Por cierto, en esos años desplegó un fulminante ataque a la pequeña isla de Granada e invadió Panamá para detener al general Noriega, pero en un desbalance tal de poder que alcanzaron su objetivo en pocos días. Grandes y largas operaciones no existieron. Hasta que ocurrió el ataque de Al Qaeda a las Torres Gemelas y al Pentágono a inicios de siglo.
El golpe al corazón del poder político, económico y militar de EE.UU. provocó una reacción airada en la sociedad estadounidense. A diferencia del síndrome Vietnam, esta vez la mayoría abrumadora de la sociedad les reclamó a sus autoridades una pronta acción donde fuese para acabar con sus atacantes.
Y la administración Bush no se hizo rogar. De paso, no solo atacó Afganistán buscando a Bin Laden y su estado mayor que allí se protegía, sino que aprovechó de derrocar a Sadam Hussein en Iraq. La superioridad estratégica de la maquinaria de guerra estadounidense aplastó al régimen del Baaz iraquí y desalojó de las ciudades a los talibanes. Ya sabemos que tiempo después encontró a Bin Laden en una ciudad paquistaní y la versión oficial es que allí murió.
¿Alcanzó Estados Unidos sus objetivos en Asia Central? La rápida y aplastante victoria estadounidense y de sus aliados occidentales le permitió a Bush ganar su reelección. Poco preocupaba la destrucción del Estado iraquí y menos aún la precaria gobernabilidad que se instaló en Afganistán, donde los occidentales ocuparon las principales ciudades, pero jamás pudieron ejercer, en estas dos décadas, un control de todo el territorio. De paso, las autoridades locales que surgieron resultaron lentas para democratizar el país, pero diestras en usufructuar de los abundantes recursos aportados por Estados Unidos y, aunque formaron nuevas fuerzas armadas, estas carecían de objetivos comunes, de voluntad de combate, de cohesión, en fin, lo que se llama las fuerzas morales que todo ejército necesita.
¿Se terminó el terrorismo global con estas acciones? Para nada. Al Qaeda mutó en diversas organizaciones filiales como Boko Haram, Al Shabab y otras que llevaron el terrorismo al África, especialmente en la llamada zona del Daesh. En Asia surgió Al Nusrah, filial siria de Al Qaeda. Y también emergió ISIS, el califato que se instaló entre Siria e Iraq. Periódicamente, células de este tipo de organizaciones atentan en Europa occidental.
De este modo, en este siglo, EE.UU. se vio envuelto directamente en conflictos en Siria, Iraq y Afganistán. Allí empleó tropas y abundantes medios. De todos estos escenarios se está retirando, no con gloria precisamente. Agreguemos que además en la región mantiene una fuerte tensión con Irán, que entre otras disputas se expresa en el apoyo de los ayatolas a Hezbolá en el Líbano, al régimen sirio de Ássad, a los rebeldes en Yemen y a la resistencia de Hamas en Gaza, Palestina. EE.UU. sigue contando en esa región con el apoyo de la monarquía saudita (donde la condición de la mujer deja mucho que desear) y, por supuesto, con el eficiente apoyo de Israel.
Todo este complejo ajedrez va a resentir la retirada estadounidense de Afganistán. Ya no está Bin Laden, pero el terrorismo está lejos de desaparecer, la democracia no digamos que impera y, por el contrario, los jeques permanecen inmutables. No hablemos del petróleo, que para muchos es la principal atracción de las potencias. Es evidente que la condición de la mujer y los DD.HH. sigue siendo a lo menos precaria. En suma, tenemos más conflictos armados en este siglo que en la Guerra Fría, pese a la ilusión idealista de algunos que proclaman que estamos en una época de cooperación. Es peligroso confundir las ideas con la realidad y enamorarse de aquellas.
¿Quién paga la cuenta? Así como el republicano Bush impulsó la invasión a Iraq y Afganistán, años después Trump fue un partidario decidido de la retirada y su gobierno negoció con los talibanes en Qatar. También cuestionaba por qué seguían tropas americanas en Corea si la guerra terminó hace décadas y por qué se gastaba tanto en la defensa de Europa. O sea, el retiro estadounidense de Afganistán estaba cantado hacía tiempo, pero lo que nadie previó en Washington D.C. era que sus aliados afganos se iban a desmoronar en cosa de días. Algunos le echarán la culpa a los servicios de inteligencia, pero a la larga las decisiones son políticas. Una vez más queda clara la vieja máxima prusiana de que la guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. Si no tienes claro cuáles son los objetivos que se persiguen en una guerra, entonces vas a meterte a un pantano.
El flamante presidente Joe Biden recibió un país polarizado, donde miles de fanáticos asaltaban el Congreso y el discurso supremacista blanco impregnó hasta la propia Casa Blanca. Como tratamos de reseñar, también heredó una agenda internacional con muchos problemas pendientes. Su antecesor no limpió la casa antes de irse, al contrario.
En este cuadro, muchos se preguntan si EE.UU. tendrá el consenso interno para involucrarse en otro conflicto externo, al menos en el futuro inmediato. Gran interrogante. Al Qaeda ya mutó y –que se sepa– los talibanes no son expansionistas. Han anunciado amnistía y más tolerancia con la mujer. Hay demasiados conflictos en esa región, donde se cruzan los intereses de las potencias, el petróleo y las diferencias religiosas y culturales. No todo el mundo piensa igual y ya vemos los peligros de la intolerancia.
Es previsible una nueva oleada migratoria, ¿adónde se irán? Los sudamericanos sabemos lo que provoca una migración masiva. La respuesta obvia es que, al igual que en la salud, más vale prevenir que curar. La diplomacia es para tender puentes, la política internacional cuando se pone al servicio de los intereses políticos de los gobernantes no ayuda, lo acabamos de ver.
Finalmente, la caída de Kabul también reitera una vez más que, al final, el poder lo detenta el que controla el territorio. Para ello se requieren leyes justas, pues eso genera una población cohesionada. Pero también se requiere de instituciones que hagan cumplir la ley.
*Politólogo chileno. Ex subsecretario de Fuerzas Armadas y ex embajador en Cuba. Publicado originalmente en www.elmostrador.cl