Hace 25 años, en 1998, el sociólogo estadounidense Richard Sennett publicó La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, y si bien han quedado anticuados los datos estadísticos con los que pretendía ilustrar sus tesis, las ideas de fondo son de una vigorosa y perturbadora actualidad: que las nuevas condiciones económicas del trabajo, su permanente mutación, la inestabilidad que generan, dificultan y hasta dañan la posibilidad de poseer una identidad personal firme.
Sin embargo, algo ha cambiado en ese último cuarto de siglo. El nuevo capitalismo de fines del siglo XIX y comienzos del XX ha abandonado finalmente el mundo de las solas relaciones económicas, complejas, pero circunscritas a lo económico, para colonizar el mundo de la vida, y esto gracias al imperio sin rostro de la tecnología, colonizarlo primero y volverse su metástasis después.
Así, las relaciones humanas –tal vez sin saberlo– están hechas a imagen y semejanza del “mundo consumo” tan sagazmente diagnosticado por Zygmunt Bauman, un mundo en el que los bienes y servicios siguen atesorando el dudoso valor del “fetichismo de la mercancía” denunciado por Marx, solo que esas mercancías son ahora las identidades personales, durante la Modernidad en proceso de metamorfosis, y ahora en el de transubstanciación, transformación que solo puede tener lugar –y debe tener lugar– por medio de la productividad y la eficiencia: el yo es siempre y ya producto de sí mismo, por acción u omisión, causa y efecto al mismo tiempo.
En este escenario, ser productivo y eficiente no significa otra cosa que tener valor de mercado, no de intercambio simbólico, sino de cambio, lo que implica la reducción de la libertad personal a libertad de rol, es decir, reificación, y por lo tanto indisponibilidad para la ética, para la vida buena, imposible sin el momento de esa libertad ahora desterrada.
Ahora bien, lo peor no es esto, lo peor es cuán conformes nos sentimos al respecto, cuán adaptados y con cuánto sentido de pertenencia nos vinculamos a este orden del mundo, al menos hasta que nos expulse castigados como consumidores defectuosos.
Ante este escenario, de lo que se trata es de volver la mirada al corazón de ese mundo vital para descubrir –recordar más bien– que la productividad y la eficiencia no guardan ninguna relación con la felicidad, y hasta que la entorpecen en cuanto se convierten en criterio para la acción. En ese mundo vital habitan, por ejemplo, la generosidad y la gratuidad, completamente ineficientes e improductivas a los ojos contemporáneos, carentes por completo de rentabilidad, pero mucho más íntimamente vinculadas con la vida buena porque, en el fondo, no es cierto cuanto propone la eficiencia hija del individualismo economicista, que nadie da lo que no tiene: lo único cierto es que nadie tiene de verdad lo que no da.
En el fondo, que nos exijan buscar eficiencia a toda costa no hace sino revelar el profundo pesimismo antropológico de quienes así lo ordenan por creer a las personas incapaces de creatividad, de sorpresa, de maravilla, que son a la eficiencia su reverso encantado. Ser eficiente es tan solo resultar prolijo allí donde se estima que la genialidad no tiene cabida, y precisamente por todo lo anterior tienen tanto sentido y merecen tanto elogio las acciones a las que presumimos ineficientes, esto es, las más inútiles, y hasta las reguladas por una ética de la omisión, las no inmediatamente vinculadas con la productividad, formas lúdicas de resistencia a este “mundo consumo” que todo lo devora al objetivar cuanto toca.
En tiempos en los que absolutamente todo parece ser objeto de compra y venta, de transacción comercial; en días en los que hasta la intimidad puede ser cosificada y mercantilizada en las pantallas, las redes o fuera de ellas, sigue existiendo un reducto de rebeldía feliz y luminoso en ese mundo pequeño y lleno de sorpresa de todo lo ineficiente e improductivo, lo que más vale la pena.
*Profesor de Ética de la Comunicación.
Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.