Afirmaba Oscar Wilde con su habitual y sabia ironía que solo existe en la vida una situación peor que la de quienes desean algo fervientemente y no son capaces de conseguirlo: la de cuantos terminan por obtenerlo. En estos tiempos trepidantes de bulimia informativa por todos los medios a nuestro alcance, de búsqueda de eficiencia y resultados a casi cualquier precio y de productividad altamente competitiva, procrastinar (y no perseguir) se ha vuelto el mal moral por antonomasia y pecadores mortales quienes lo practican.
“Citius, altius, fortius”, “más rápido, más alto, más fuerte”, la frase pronunciada por el barón Pierre de Coubertin se convirtió en el lema de los Juegos Olímpicos desde sus inicios en 1896 hasta la actualidad, al que se añadió “juntos” este año. Hoy todo se ha vuelto olímpico, veloz, instantáneo, fugaz, magnificente, excelso, y por eso mismo insatisfactorio, insatisfacción que no deja de ser llamativa en tiempos de una sobreabundancia de bienes y servicios nunca vista en la historia, al menos en el mundo occidental.
Habitamos todos existencias superavitarias en sociedades de la opulencia y de la temporalidad acelerada, fundamentalmente en el consumo, que es la única actividad (o pasividad) que no debemos, no podemos y sobre todo no queremos dejar de hacer. Por eso, ante este imperativo categórico de la época, el procrastinador no solo es un revolucionario o un apátrida, es un delincuente peligroso y propagandista cuyas actividades (cuya ausencia de actividades) merecen toda la atención de nuestros recursos disciplinarios.
Hace ya bastante tiempo, en 2004, el escritor canadiense Carl Honoré publicó un ensayo provocativo que estaba llamado a convertirse en un best seller, Elogio de la lentitud, una admirada reflexión a contracorriente acerca de todo aquello que merece lograrse lentamente: los viajes, la amistad, el amor, la cocina, el trabajo, la lectura… A juicio de Honoré, hay más gozo en la demora que en la prisa, e incluso más: la lentitud forma parte de la esencia misma de algunas acciones humanas, tanto que si se traiciona o suplanta ese tempo lento tales acciones no pueden cumplirse felizmente.
En cierto sentido ese es uno de los rasgos del procrastinador voluntario que más exaspera a sus contemporáneos: que es lento y de una parsimonia meticulosa y detallista en la que anida una gran y profunda sabiduría existencial: dejar de hacer lo que no vale la pena llevar a cabo es una poderosa forma de construirse artesanalmente una mejor versión de sí mismo, la arraigada costumbre de discernir con inteligencia aquello a lo que no debemos dedicar ni el más mínimo esfuerzo, ni la más pobre atención.
Es imposible no recordar el cuento de Melville Bartleby, el escribiente, publicado en 1856, la brevísima y elocuente historia del abogado de un estudio jurídico de Nueva York que a cada requerimiento laboral responde siempre del mismo modo: “Preferiría no hacerlo”. Más allá del aspecto humorístico del relato, Bartleby es más un visionario que un indolente, y el propio Gilles Deleuze se refirió a él asegurando que “no es un enfermo, sino el médico de una América enferma”, el hechizero para una cultura del despilfarro y el descarte.
Desde luego que el no-ser no constituye la esencia de las cosas, sino su reverso en penumbras, pero no cabe sostener lo mismo con respecto al no-hacer y su contrario. No hacer es una forma oblicua y sutil de habitar el mundo, o al menos una parte de él, no de ausentarse de la realidad, y el procrastinador es mucho más, y mucho antes, un resistente que un disidente.
*Profesor de Ética de la Comunicación. Escuela de Posgrados en Comunicación Universidad Austral.