Cuando el 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández asumió la presidencia de la Nación, una gran parte de la sociedad recuperó la esperanza. Todos conocíamos los problemas que habría que enfrentar (la impagable deuda externa, la preocupante inseguridad, el desempleo creciente, etc.) pero aún así la expectativa de un período que se iniciaba era auspiciosa. Sin embargo, cuando apenas concluían los cien primeros días, que tradicionalmente se concede a las nuevas autoridades para conformar equipos, establecer diagnósticos y ajustar códigos de funcionamiento, irrumpió en la Argentina y en el mundo un cisne negro que dejó a todos, gobierno y gobernados, paralizados: me refiero a la pandemia más importante que el mundo moderno haya enfrentado.
El resto de los problemas del país pasó a un segundo plano y la pandemia se convirtió en el eje excluyente de todo el discurso y el accionar público, tanto del Gobierno como de la oposición. En una situación tan grave e inédita como esa, hay que reconocer que el Presidente se movió con solvencia, inteligencia y claridad desde el punto de vista de lo epidemiológico. Y esa es la razón por la cual hoy la Argentina está en una situación mucho menos comprometida que la mayoría de los países de América Latina.
No pasó lo mismo, en cambio, con las políticas sociales. Si bien es comprensible que en los primeros momentos lo extremadamente novedoso de la situación haya llevado a tomar medidas sin demasiada coherencia, a medida que el tiempo transcurre es cada vez más evidente que estamos desaprovechando una gran oportunidad que se nos presenta para corregir errores muy graves que se cometen, desde hace varios años, en materia social, y que repercuten directamente en la imposibilidad de mejorar la calidad de vida de los sectores más vulnerables.
Fallas. En primer lugar, hay que señalar que es evidente la falta de una mirada integradora y un abordaje integral para el que fue creado en el año 2002 el Consejo Coordinador de Políticas Sociales. En segundo lugar –y esto, como digo, no es de ahora, sino que viene de largo tiempo atrás, solo que lo complejo de la situación actual lo hace más evidente–, el Estado gasta, no invierte. No hay ningún tipo de seguimiento ni control de los beneficiarios, lo que da lugar a que se cometan muchas injusticias: familias que reciben más recursos que un profesional sin estar sujetas a ninguna contraprestación por un lado y familias que no reciben absolutamente nada por otro.
La falta de control y seguimiento también da lugar a que no se cumpla con las contraprestaciones (obligaciones) a las que se comprometen los beneficiarios: escolarización de los menores, vacunas, etc.
Finalmente, esta ausencia de una mirada ordenadora hace que los beneficiarios se conviertan en rehenes de la política a cambio de recibir un beneficio. Muchas veces este resultado se logra vehiculizando los pagos a través de la figura de cooperativas de existencia solo burocrática, lo que obliga a los beneficiarios a hacer tareas con fines político/partidarios si aspiran a acceder a un plan.
Planes. A este panorama, sobre el que se podría abundar pero no lo creo necesario, la pandemia ha agregado su cuota de desarreglos: la superabundancia de planes nacionales, provinciales y en menor medida municipales, a los que se suma el reparto de alimentos, los comedores populares que se convierten en focos de propagación del virus y todo tipo de acciones nacidas en los más diversos ámbitos, muchas de ellas bien intencionadas, pero que terminan creando un horizonte de desorganización y descontrol que no ayuda y muchas veces atenta contra aquello que supuestamente están destinadas a solucionar.
Como no podía ser de otra manera, en este caldo de cultivo los vivillos de siempre hacen su agosto. Nadie sabe cuánto se está gastando –aunque sí podemos intuir que es mucho, muchísimo– ni en qué, ni quién o quienes están decidiendo y bajo qué controles y sujeto a qué normas de transparencia, el destino de una buena parte de los recursos que se están utilizando,
Muchos ven en este desbarajuste una riqueza de oferta que no puede sino ser buena.
Están equivocados. Quienes tenemos experiencia en el trabajo social, sabemos que la única manera de ser eficientes en los niveles macro en los que se mueven estas decisiones es que el Estado sea el eje ordenador que organice los recursos, unifique la estrategia y mantenga un estricto control de las decisiones.
Es cierto que hay que consultar a los expertos y escuchar a todos los actores frente a cada problema y consensuar hasta donde sea posible cada una de las medidas antes de tomar las decisiones. Pero también es cierto que una vez que éstas han sido tomadas deben ser las autoridades nacionales, provinciales y municipales las que ejecuten los planes y se responsabilicen por la eficacia y la transparencia del proceso.
Jefas y Jefes. Así lo hicimos en 2002, cuando, en un momento que no es comparable con el actual, pero también de profunda crisis social, pusimos en marcha en tiempo récord el que, hasta ese momento, fue el plan más importante del mundo de transferencia de recursos a los más necesitados.
Me refiero al Plan Jefas y Jefes. En efecto, solamente 45 días después de asumir Duhalde la presidencia, el plan ya estaba funcionando. Para estructurarlo, se incorporó a los expertos, a las organizaciones sociales, a los representantes de todas las confesiones, a los gremios, a los empresarios, en fin, a todos los que tuvieran una palabra autorizada para hablar del tema, a través de lo que se llamó el Diálogo Argentino y, una vez que se acordaron las grandes líneas del proyecto, se lanzó el Plan, con el que llegamos, en un primer momento, a 500.000 familias, que andando los meses llegaron a ser muchísimas más.
Después, y por las mismas razones de egoísmo político y falta de orden que siempre terminan en nuestro país estropeando las mejores ideas, el Plan, en lugar de consolidarse, se abandonó, y comenzó a ser reemplazado por plancitos que surgían al calor de las presiones políticas y que, de tan focalizados y poco abarcativos, terminaron convirtiéndose en coto de caza de los avivados de siempre. Hoy, la crisis nos da una oportunidad de mejorar todo eso.
Creo que el Plan Jefas y Jefes es un modelo que, con las inevitables mejoras surgidas de la experiencia, se adapta perfectamente a la emergencia de hoy, y que solo así podremos llegar en tiempo y forma con la asistencia imprescindible a aquellos que hoy están pasando uno de los peores momentos que registra nuestra historia moderna y que, pasada la pandemia, no estarán en mejores condiciones de afrontar sus dificultades, sino todo lo contrario.
Propuesta. Mi propuesta es que se unifiquen todos los recursos que actualmente se están usando –como ya dije, muchas veces mal, de manera ineficiente, poco transparente y nada controlada– en un sinfín de iniciativas, y se cree un Ingreso Básico Familiar, cuyo monto esté fijado un poco por encima de la línea que el Indec define como límite de la indigencia. Como contraprestación, se podría pensar en la participación de los beneficiarios en tareas temporales productivas, y/o la obligación de capacitarse laboralmente para los adultos y la obligación de escolarización y control sanitario de los niños. Por supuesto, es condición imprescindible que esas contraprestaciones (obligaciones) se cumplan. De otra manera, estaríamos en el mismo lugar se siempre.
Medidas de estas características ya han sido aprobadas en España e Italia está elaborando planes similares para sus distintas regiones. También el resto de los países europeos lo está pensando.
Justamente hablando de las medidas que tomó Madrid, Kristalina Georgieva, la directora gerenta del Fondo Monetario Internacional, dijo en estos días: “España ha adoptado una medida apropiada para proteger a las personas más vulnerables”, aunque advirtió que “hay también instrumentos regionales y se tiene que hacer algo de trabajo para asegurarse de que hay una coherencia, de que no se producen solapamientos que generen injusticias”. Una opinión inesperada en alguien que ocupa el cargo que ella ocupa y que marca con claridad los cambios que el mundo está afrontando en la solución de temas como la desigualdad, la pobreza y la inclusión social.
En síntesis, creo que para el Gobierno es el momento de abandonar la zona de confort de los logros (que son muchos e importantes) y entrar en una zona de acción firme y decidida, en busca de la corrección de errores que quizás no le pertenezcan, pero de los que terminará siendo responsable, y la optimización de los recursos vía la eficiencia en el gasto y el control y la transparencia en la aplicación.
Es hora de que los ministros de las áreas afectadas, con Desarrollo Social a la cabeza sigan el ejemplo de sus colegas de Salud y tomen con manos firmes las riendas del proceso –tarea que no puede ser delegada en terceros– y se decidan a cumplir con aquello para lo que el Presidente los eligió, que no es otra cosa que buscar las mejores soluciones a los problemas actuales, las más eficientes y, sobre todo, aquellas que se proyecten en el tiempo, que sirvan para enfrentar un futuro sin el problema de la pandemia, pero seguramente tanto o más conflictivo que el hoy en materia social.
*Ex diputada nacional y ex senadora.