El décimo aniversario de la sanción de la Ley 26.618 de matrimonio igualitario es una oportunidad para reivindicar su fundamento jurídico y reflexionar sobre los argumentos que se esbozaban en su contra.
El argumento central de quienes se oponían al matrimonio igualitario consistía en que era contrario a la tradición, es decir, a valoraciones socioculturales compartidas por la comunidad: el matrimonio igualitario afectaría la existencia de la institución matrimonial y de la familia tradicional.
Ahora bien, desde la perspectiva del derecho constitucional, ¿era relevante la tradición y la convicción moral contraria al matrimonio igualitario de una parte de la población para justificar la prohibición?
Un principio fundamental de nuestro ordenamiento jurídico es el compromiso con la igualdad moral de las personas, que se refleja en la obligación de las instituciones gubernamentales de tratar a todas las personas con igual consideración y respeto. De hecho, la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional como la Convención Americana de Derechos Humanos y el Pacto de Derechos Civiles y Políticos consagran el derecho a la igualdad y a la no discriminación. Para proteger a aquellas personas cuyo estilo de vida no es el prevaleciente, la Constitución consagra derechos individuales y limita el poder de las mayorías en el Congreso para sancionar leyes que los restrinjan.
Si bien el artículo 172 del Código Civil no contenía una prohibición expresa de matrimonio igualitario, la interpretación habitual de los tribunales era que solo estaban permitidos los casamientos entre personas de diferente sexo. Por ello, la aplicación concreta de dicho artículo incurría en una discriminación fundada en la “orientación sexual”. La prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo las discriminaba: no les permitía beneficiarse de un régimen de derechos y obligaciones del que las parejas de diferente sexo sí podían beneficiarse.
Esta prohibición era, en términos técnicos, una “categoría sospechosa”: las leyes no pueden usar ciertas características personales (por ejemplo, la etnia, el género, la religión, el origen nacional) para negar derechos que se reconozcan al resto de las personas. Las leyes que incluyen este tipo de distinciones están afectadas por una “presunción de inconstitucionalidad”.
Para que una ley que realice este tipo de distinciones sea válida, el Estado debe demostrar que existen “razones públicas imperativas” para justificar esa distinción. Estas razones no existían para discriminar a las personas del mismo sexo. Por ello, la prohibición de matrimonio entre personas del mismo sexo era inconstitucional. En base a este argumento, antes de la sanción de la ley, se habían presentado demandas en el Poder Judicial peticionando la declaración de inconstitucionalidad.
Por supuesto, era cierto que reconocer el derecho al matrimonio igualitario conllevaba cambiar significativamente la forma en la que el matrimonio civil había sido concebido durante mucho tiempo.
No obstante, las personas que buscaban acceder al matrimonio igualitario no tenían por objetivo ni socavar la institución tradicional del matrimonio ni abolirlo: reconocer el matrimonio igualitario no disminuiría el valor o la dignidad del matrimonio entre personas heterosexuales.
En suma, reconocer un derecho a casarse con personas del mismo sexo no implicaba promover determinados tipos de familias por sobre otros tipos de familias; más bien, implicaba reconocer que, como ha dicho la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en una sociedad pluralista, en ejercicio de su autonomía personal, las personas pueden elegir libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su existencia, conforme a sus propias opciones y convicciones.
*Decano de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT). (@HeviaMart).