Probablemente quienes tengan más de 30 años sepan que ha habido en la historia un Homero al menos tan famoso como Homero Simpson, tal vez inmerecidamente, es cierto, que vivió en Grecia en torno al siglo VIII a. C. y que a su autoría se atribuyen dos de las obras que sin duda forman parte de lo mejor de la literatura universal de todos los tiempos, la Ilíada y la Odisea.
La Odisea relata la vuelta a casa del héroe Odiseo (Ulises en latín) tras la guerra de Troya, librada a comienzos del siglo XII a. C., quien tarda veinte años en regresar a la isla de Ítaca, su patria, donde poseía el título de rey, periodo durante el cual su hijo Telémaco, su padre Laertes y su esposa Penélope han de tolerar en palacio a los pretendientes que buscan casarse con ella al mismo tiempo que consumen los cuantiosos bienes de la familia (pues ya creían muerto a su marido).
Como es de suponer, a medida que se acerca a su tierra natal aumentan en Ulises la cólera y los deseos de venganza, pero decide ser prudente para que sus propósitos no queden al descubierto antes de tiempo y se vean frustrados. Así, vestido como mendigo se presenta ante su propia mansión palaciega y como tal menesteroso mantiene una extensa conversación con Penélope. Ella, incapaz de reconocerlo, ejerciendo la hospitalidad propia del mundo antiguo solicita a la esclava Euriclea que bañe al que tan solo se le antoja un simple forastero vagabundo.
Erich Auerbach el primero en su obra Mímesis, que han visto en él a un arquetipo de la existencia humana: la vida como un viaje, el permanente anhelo del hogar, la luz del regreso al origen que nos mantiene esperanzados y en el camino seguro.
Euriclea había sido la nodriza de Ulises, y cuando se dispone a lavarlo lo reconoce por la cicatriz de una herida en el muslo que el entonces joven había recibido de un jabalí en un día de caza en el monte Parnaso:
Han sido varios los autores que han visto en Ulises mucho más que a un héroe griego, Erich Auerbach el primero en su obra Mímesis, que han visto en él a un arquetipo de la existencia humana: la vida como un viaje, el permanente anhelo del hogar, la luz del regreso al origen que nos mantiene esperanzados y en el camino seguro. Tales pensadores, en consonancia con su interpretación de Ulises como arquetipo, también han interpretado en términos arquetípicos que al personaje se lo reconozca precisamente por una cicatriz y no por otro rasgo físico.
De este modo, vienen a decir, es como somos en verdad reconocidas las personas, por las cicatrices o incluso heridas todavía abiertas que nos ha ido dejando la vida y que tal vez nos sigue prodigando de manera inclemente.
Las personas son reconocidas por las cicatrices o incluso heridas todavía abiertas que ha ido dejando la vida
Así, quizás nadie nos conozca por completo y de verdad hasta que le narramos nuestras penas y sufrimientos pues, como bellamente afirmó la escritora danesa Isak Dinesen en su novela Ehrengard, “todas las penas pueden soportarse si somos capaces de contar una historia acerca de ellas” y, también cabe decir, nada descansa más al alma que tener a alguien que nos ame lo suficiente como para escuchar lleno de piedad y compasión ese relato desventurado.
Los niños pequeños casi con toda seguridad no habrán oído hablar de Ulises, pero lo que sí puede decirse de ellos es que tienen la proverbial e inveterada costumbre de mirarse el ombligo cuando se encuentran desnudos, intentan hacerlo más ancho con la fuerza de sus manos diminutas e inclinan el cuello de manera prodigiosa como si fuesen a ser capaces de ver adentro de un milagroso pozo sin fondo. Es una sana costumbre que los adultos debiéramos recuperar porque el ombligo es muy precisamente una cicatriz, la única que tenemos en común todos los integrantes de la especie humana.
La enseñanza principal que se obtiene mirando el ombligo no es un saber sino un recuerdo: que hemos comparecido en la existencia dependiendo vitalmente de otro ser, nuestra madre. La dependencia no es coyuntural en el vivir, por el contrario, es estructural, es ontológica, es fundante. Por eso es bueno que muchos niños pequeños se sigan mirando el ombligo de manera encantada y que nosotros, los adultos, seamos capaces de admirarnos al contemplar maravillados la escena y, sobre todo, estemos dispuestos a recordar el poderoso mensaje que la vida nos pone al modesto y asequible alcance de un espejo.
*Profesor de Ética de la comunicación. Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.