García Márquez evoca en un cuento una gran nevada caída en París en los años ochenta en el aeropuerto Charles de Gaulle. En el transcurso de unas doce horas, con el movimiento aéreo suspendido y las vías de acceso cerradas, estuvieron cautivos tanto los pasajeros que partían como los que habían alcanzado a desembarcar, pero que no podían abandonar el aeropuerto. Poco a poco, se agotaron los alimentos, se colmaron las papeleras, los niños se volvieron ingobernables y los modales se fueron perdiendo. Recuerdo, también, una novela de Juan Martini en la que el protagonista debe permanecer toda una noche en un aeropuerto europeo y deambula por ese territorio fantasma, vacío por ausencia de vuelos programados en plena noche, un no-lugar, en la definición de Augé.
Poco a poco, los confinamientos de la pandemia y la larga semana de la nevada del siglo en Madrid confirieron a la ciudad algunos de esos perfiles, aunque el toque de queda a las diez de la noche y que obliga al cierre de bares y restaurantes una hora antes, da a la ciudad, todavía hoy, el estigma de no-lugar.
Un periodista contaba que a diario fue observando desde la ventana del salón de su casa, convertido por el Covid-19 en espacio laboral, cómo se fue transformando la actitud vital de un vecino, dejándose crecer el cabello y abandonando todo cuidado en la indumentaria. Tal vez el encierro primero y la pérdida de trabajo posterior –aunque esto último sea una conjetura– fueron cambiando la relación con el mundo de esta persona.
Han cambiado los paisajes y cambian también las conductas. Tal vez el individuo bicorne, con el pecho tatuado, que irrumpió a los gritos en el Capitolio sea una señal de cómo hemos ido mutando todos. O mejor, la sorpresa ante esa ruptura de códigos, ante una evidencia que nos hace ver una metamorfosis en la que aún no habíamos reparado. La pandemia, a nivel global y una nevada, en la ciudad de Madrid, durante la cual se cerró lo poco que aún estaba dando servicio y se vivió un desabastecimiento circunstancial, son focos que alumbran esta situación.
La revista semanal de Le Monde ha publicado un largo reportaje sobre las relaciones de la consultora McKinsey con el presidente Emmanuel Macron. Una vez más, hace unos días, un miembro del gabinete francés tuvo que dar explicaciones en la Asamblea Nacional sobre el rol de las consultoras en la administración del Estado. Esta vez fue el ministro de Sanidad quien tuvo que exponer la logística de vacunación nacional contra el Covid-19 que fue diseñado por McKinsey. La oposición preguntó: “¿No tenemos, dentro del aparato del Estado, un Alto Comisariado con un plan y logísticas competentes?”.
En 2017, dos días antes de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales se pusieron en línea miles de correos electrónicos internos del equipo de campaña de Emmanuel Macron. Se conocen como los MacronLeaks. De su lectura se desprende el trabajo intenso de McKinsey en la campaña. Pero la colaboración comenzó mucho tiempo atrás. Con el tiempo, la consultora junto con otras que actúan también en la administración Macron, han diseñado el nuevo partido del presidente, su logística electoral y participan activamente en la transformación del Estado.
¿Qué tiene esto que ver con el hombre bicorne del Capitolio y el deterioro del vecino de Madrid? Son síntomas de la ausencia de la política. Si Clausewitz escribió en el siglo XIX que la guerra es la continuación de la política por otros medios, en el XXI podemos afirmar sin temor que el sector privado ha sustituido al Ejército en aquella sentencia.
Andrew Sheng, titular de la autoridad bancaria china ha dicho: “Los físicos y los matemáticos dejaron de desarrollar nuevas tecnologías para la Guerra Fría y ahora trabajan para aplicarla en los mercados financieros: crean armas financieras”.
Si la globalidad financiera ha sustituido a la gobernanza política, parece natural lo que ha experimentado Macron, su partido y su gobierno. La metamorfosis del hombre en la calle, también.
*Escritor y periodista.