—Buenos días, señora.
—Hola.
—Soy Paula, la psicóloga.
—Sí, me di cuenta. Aunque lo parezca, no soy tan tonta.
—Le pido mil disculpas, pensé que no me había reconocido.
—Pensó mal. Y no es la primera vez, claro.
—La llamaba porque pasaron varios días sin noticias de ustedes. ¿Van a volver a la consulta?
—No.
—Es una lástima, L necesita ayuda.
—Puede ser, pero nunca de usted.
—No entiendo la razón.
—No me haga reír.
—Le juro que no lo entiendo.
—Creí que usted era experta en descubrir lo que les pasa a los demás.
—Me encantaría saber qué hice mal.
—Quiere que le cuente?
—Por favor.
—Es simple: se fue de boca, querida. Apenas le comenté que mi hija había sido engendrada en algún intervalo de la lectura del Quijote, usted se fue al pasto mal.
—Sigo sin entender.
—No se tomó ni dos segundos para afirmar que eso constituía un buen augurio.
—Y sí, lo es.
—Solamente a usted se le puede ocurrir soltar semejante barbaridad. Y encima volver a repetirlo ahora. Tendría que escuchar un poco más, brindarle algún tiempo al otro para expresarse, es para eso que le pagamos los que vamos a visitarla.
—¿Me apuré?
—Ya lo creo.
—Perdón.
—No tengo que perdonarla, me alcanza con no verla nunca más.
—Entiendo que esté enojada, señora, pero su hija necesita ayuda terapéutica.
—¿Entiendo?
—Sí, entiendo.
—Usted no entiende nada, qué va a entender. Sabe que mi marido desapareció tres días después de que le contara que estaba embarazada. Exactamente tres días después. Nunca más supe de él. Y voy a informarle algo más: creo que si tardó tres días en irse fue solo porque necesitó de ese tiempo para terminar de leer la segunda parte del Quijote.
—Qué horror. Lo siento mucho.
—Tampoco tiene que llorar, ya lo superé, pasaron más de siete años.
—El llanto me viene fácil, hace muy poco murió mi marido.
—No llore, por lo menos el suyo murió. El mío estaba bien vivo cuando huyó como una rata.
—¿Cómo se llama?
—¿Quién? ¿Mi marido?
—No, no. Usted, ¿cómo se llama usted?
—Paloma.
—Mi nombre es Paula.
—Ya lo sabía.
—Es mejor que sepamos nuestros nombres, así será más fácil comunicarnos.
—Yo no quiero comunicarme con usted. Voy a cortar.
—Por favor no corte.
—Adiós.
Quizás estas anotaciones no tengan un carácter estrictamente científico. De todos modos, se trata de percepciones o ideas personales escritas en la intimidad de la noche. Una actividad completamente inofensiva que me salva de continuar llorando mi soledad por los siglos de los siglos.
Puede resultar inverosímil.
Lo sé.
No obstante, lo cierto es que, aunque sepa tan poco del caso, la irrupción de L me ha trasformado de un modo evidente la vida. Suena exagerado. Lo reconozco. Pero así son, a veces, las verdades. Por fin llega a mi consultorio una paciente que realmente vale la pena. Mis pensamientos ya no monologan acerca de la ausencia de Emilio. Se han dispersado hacia esa nena. Y hacia su madre, claro. Sin ir más lejos, acabo de pasar más de una hora, después de la cena, recordando y reflexionando sobre los ojos.
Nada de Emilio.
Solo pensando en Paloma y las humanas formas de mirar.
Escrutar las miradas ha sido casi una obsesión en mi trabajo profesional. Nunca lo sistematicé. No me animé. Se trata de cuestiones difíciles de sostener con alguna probabilidad de éxito frente a colegas o incluso ante amigos. Sin embargo, este es mi cuaderno y nadie va a entrar aquí a discutir mis apreciaciones acerca del tema.
Allá voy, entonces.
Con excepciones, por supuesto, las mujeres no miramos igual que los hombres. Pese a la innumerable cantidad de milenios en que hemos sido menos que los varones, o precisamente por ello, nuestra mirada es mucho más segura, más incisiva, más elocuente, más inteligente. Sabemos lo que queremos o lo que no queremos y nuestros ojos lo muestran. La mirada masculina no suele expresar gran cosa. Está ahí como podría no estar. Y aunque no me animaría a afirmar que esconde buena parte de sus intenciones, lo hace. Tiene algo de eso. También de la histórica seguridad de conseguir aquello que se proponen.
Tampoco la mirada varonil tiene el brillo ni la intensidad que tiene nuestra mirada.
Es plana. Mientras que la nuestra es bien redonda.
Las cabezas femeninas están alertas. Siempre. Y los ojos exhiben esa condición. Pero, como escribí unas líneas atrás, hay excepciones. Varones con ojos femeninos y mujeres de mirar masculino. L mira bien redondo, está alerta, no tiene nada de tonta. En cambio, su madre no. Paloma prefirió no discutir mi precipitado buen augurio desde sus ojos. Los bajó. Los escondió hasta que decidió tomar de un brazo a la niña y marcharse furiosa del consultorio.
Muy masculina, Paloma.
Tanto que, a la distancia, desde la impunidad de su teléfono, con la facilidad de no tener que enfrentar mis ojos, se animó a enrostrarme todo lo que me enrostró.
Enrostrar.
Rostros.
Eureka. Eso es lo que necesito hacer. Y hacerlo mañana mismo. Enrostrarme con ella. Cara a cara, la negativa no va a resultarle tan liviana. Debo probarla. Intentar torcerle el brazo.
Y aunque la conclusión sea todavía menos científica que la hipótesis y tal vez un tanto precipitada por las zancadillas y garabatos tan propios de la noche, ahí va: a la larga, hasta pueden necesitarse de milenios para lograrlo, lo redondo, por lo general, lleva todas las de ganar frente a lo plano.
Hay una biblioteca en el Quijote. Y también acá, en este caso. Lo cierto es que no fue difícil encontrar a Paloma. Me pasó el dato mi secretaria, suele encontrársela por la calle o en la panadería. La mujer trabaja muy cerca del consultorio, en la biblioteca municipal Eduardo Gutiérrez. Y hasta allí fui apenas terminé con el último de mis pacientes.
Aparentemente, no había nadie.
Salvo Paloma, claro está, sentada detrás de un escritorio de madera tan antiguo como la mayoría de los libros que se amontonaban en los anaqueles.
La sorprendí.
Tanto, que bajó los ojos.
Aproveché su silencio para saludarla y volver a pedirle mil disculpas, le expliqué que necesitaba hablar con ella, por favor, que ambas estábamos solas y con demasiados problemas, que quería ayudarlas, a ella y a L, que no quería molestarla, que me permitiera hacerlo, que.
-No tengo cómo pagarle.
Me interrumpió.
Y supe de inmediato que la mujer me estaba dando una oportunidad. De una manera absolutamente masculina, por supuesto. Su elíptica negativa suponía que esa respuesta alcanzaría para que de inmediato yo dejara de insistir. Me apuré entonces a asegurarle que no iba a cobrarle por mis servicios, que solo pretendía ayudarla y ayudarme, que amaba mi trabajo, que me interesaba enormemente el caso de L, y que, en el fondo, yo debería ser la que le pagase a ella por la posibilidad de poner mi mente en otra cosa que no fuera la soledad en la que me había dejado la muerte de mi marido.
-¿Va a pagarme? La verdad es que me vendría muy bien, las bibliotecarias no somos ricas.
Tan masculina, Paloma.
Sonreí apenas y guardé silencio.
Y la boca de palabras. Me confesó que no había querido tener a L, pero que cuando intentó quitársela ya era demasiado tarde, estaba en el sexto mes de embarazo y ningún médico se había animado a hacerle un aborto; que había tardado en decidirse, que al principio creyó que su marido volvería, y que luego, cuando por fin se dio cuenta de que no lo haría, solo se le ocurría dormir y llorar, que por eso tardó tanto en decidirse.
-Les pasa a muchas mujeres, querida. No se haga más daño. Lo que importa es que su hija nació y necesita ayuda.
Ríos de lágrimas se desparramaban por sus mejillas mientras no paraba de susurrar que no la quería, que nunca la había querido, que no la soportaba, que era un estorbo, una piedra, que por culpa de L su vida se había convertido en un infierno, que la odiaba con todo su corazón, que muchas veces hasta había pensado en matarla y después suicidarse, que encima físicamente era parecida al padre, que.
—Yo voy a ayudarla. Confíe en mí.
Le corté el chorro.
Entonces la mujer, sin dejar de llorar, levantó su mano izquierda y me señaló una puerta que había al fondo de la sala. Me costó entender lo que pretendía. De cualquier modo, cuando repitió por tercera vez el mismo ademán, fui hasta la puerta y la abrí.
Sentada en el piso con las piernas en cruz, de espaldas a la puerta, en medio de una escasa habitación repleta de libros más algunos pedazos de sillas e iluminada apenas por un mezquino tubo fluorescente que colgaba del techo, estaba L leyendo.
—Hola.
La nena, sin sacar los ojos del libro, trazó una corta línea con el dedo índice de la mano izquierda a la altura de su boca y enseguida me respondió un perfecto Hola. Solo eso y el movimiento posterior que ya le conocía de apuntar hacia adelante su dedo índice. Luego, imperturbable, continuó con su lectura como si yo no estuviese allí.
Me ignoró.
O mejor, quizá, sería afirmar que ignora todo aquello que no sea el libro que está leyendo.
Por eso, con la lentitud con la que hace unos días me sugirió su madre le hablara, le pregunté qué leía. L entonces dejó uno de sus dedos en la página que estaba leyendo a modo de marcador, hizo el gesto horizontal de siempre cerca de su boca y me contestó La. Unos segundos después agregó isla, hizo una nueva pausa, añadió del y, luego de otra corta pausa, terminó con tesoro y el ya conocido movimiento de su dedo índice hacia adelante.
La isla del tesoro, una de las grandes novelas de Stevenson.
Le dije feliz de haber entablado, por fin, algún tipo de diálogo con ella. Claro que, a partir de la emoción que me provocó el hecho, no controlé la rapidez con la que le que dije lo que le dije y L me lo hizo saber: movió la cabeza de un lado para el otro y manifestó su incomprensión con un Así al que, algunos segundos más tarde le siguió un no y su índice señalador.
Decidí entonces comenzar nuevamente.
—Una historia de piratas.
Le comenté, morosa y amorosamente.
—Sí.
Me respondió.
Y no agregó nada más.
Prefirió continuar en lo suyo.
La dejé que siguiera leyendo y aproveché para revisar el escenario dentro del cual se encontraba. Se trataba de una suerte de depósito de libros que, daba toda la impresión, habían sido descatalogados debido a su mal estado de conservación. Estaba muy sucio, el lugar. Desordenado. Con materiales apilados en montañas asimétricas o desperdigados por el suelo. Me deprimió profundamente imaginar que la nena pasaba ahí la tarde entera. Eso tendría que cambiar, si es que la madre me permitía comenzar a trabajar con ella.
Eso tendría que cambiar.
Rotundamente.
Triste por lo que había observado en sus alrededores, volví a la nena. Debía intentar que hablara un poco más conmigo. Si bien es cierto que resultaría fundamental que la madre accediera a mi deseo de tratarla, era todavía más importante que L también tuviera ganas de comunicarse conmigo.
—¿Te gusta el libro?
—Sí.
—¿Qué es lo que más te gusta?
—La canción.
—¿Yo ho ho ho?
—No.
—¿Cuál entonces?
—Yo-ho-ho-ho.
Su respuesta me descolocó por completo. No entendí cómo era que, ayudándose apenas de unos escasos movimientos de su dedo índice izquierdo, había dicho lo que había dicho de un tirón. Y como no entendí, quise entender. Por eso, de inmediato me alejé de la niña y volví a la sala.
Paloma seguía detrás del escritorio.
Sentada y sola.
Sobre todo, sola, me parece. Entonces me animé y le solicité permiso para poder visitar a su hija por las tardes cuando terminaba la consulta.
Por supuesto, señora. Y si quiere pagarme por sus visitas, no tengo ningún problema.
Sentada en el piso con las piernas en cruz, de espaldas a la puerta, en medio de una escasa habitación repleta de libros más algunos pedazos de sillas e iluminada apenas por un mezquino tubo fluorescente que colgaba del techo, estaba L leyendo.
Hola.
La nena, sin sacar los ojos del libro, trazó una corta línea con el dedo índice de la mano izquierda a la altura de su boca y enseguida me respondió un perfecto Hola. Solo eso y el movimiento posterior que ya le conocía de apuntar hacia adelante su dedo índice. Luego, imperturbable, continuó con su lectura como si yo no estuviese allí.
Me ignoró.
O mejor, quizá, sería afirmar que ignora todo aquello que no sea el libro que está leyendo.
Por eso, con la lentitud con la que hace unos días me sugirió su madre le hablara, le pregunté qué leía. L entonces dejó uno de sus dedos en la página que estaba leyendo a modo de marcador, hizo el gesto horizontal de siempre cerca de su boca y me contestó La. Unos segundos después agregó isla, hizo una nueva pausa, añadió del y, luego de otra corta pausa, terminó con tesoro y el ya conocido movimiento de su dedo índice hacia adelante.
La isla del tesoro, una de las grandes novelas de Stevenson.
Le dije feliz de haber entablado, por fin, algún tipo de diálogo con ella. Claro que, a partir de la emoción que me provocó el hecho, no controlé la rapidez con la que le que dije lo que le dije y L me lo hizo saber: movió la cabeza de un lado para el otro y manifestó su incomprensión con un Así al que, algunos segundos más tarde le siguió un no y su índice señalador.
Decidí entonces comenzar nuevamente.
Una historia de piratas.
Le comenté, morosa y amorosamente.
Sí.
Me respondió.
Y no agregó nada más.
Prefirió continuar en lo suyo.
La dejé que siguiera leyendo y aproveché para revisar el escenario dentro del cual se encontraba. Se trataba de una suerte de depósito de libros que, daba toda la impresión, habían sido descatalogados debido a su mal estado de conservación. Estaba muy sucio, el lugar. Desordenado. Con materiales apilados en montañas asimétricas o desperdigados por el suelo. Me deprimió profundamente imaginar que la nena pasaba ahí la tarde entera. Eso tendría que cambiar, si es que la madre me permitía comenzar a trabajar con ella.
Eso tendría que cambiar.
Rotundamente.
Triste por lo que había observado en sus alrededores, volví a la nena. Debía intentar que hablara un poco más conmigo. Si bien es cierto que resultaría fundamental que la madre accediera a mi deseo de tratarla, era todavía más importante que L también tuviera ganas de comunicarse conmigo.
¿Te gusta el libro?
Sí.
¿Qué es lo que más te gusta?
La canción.
¿Yo ho ho ho?
No.
¿Cuál entonces?
Yo-ho-ho-ho.
Su respuesta me descolocó por completo. No entendí cómo era que, ayudándose apenas de unos escasos movimientos de su dedo índice izquierdo, había dicho lo que había dicho de un tirón. Y como no entendí, quise entender. Por eso, de inmediato me alejé de la niña y volví a la sala.
Paloma seguía detrás del escritorio.
Sentada y sola.
Sobre todo, sola, me parece. Entonces me animé y le solicité permiso para poder visitar a su hija por las tardes cuando terminaba la consulta.
Por supuesto, señora. Y si quiere pagarme por sus visitas, no tengo ningún problema.
Continúa la 3ra parte
Sábado 14 de septiembre