OPINIóN
una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(1ra Parte)

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| marta toledo

A Rut Muñoz por una charla

Y a Virginia Hughes por sus múltiples ayudas terapéuticas

“Muy lejos de ser escritores, fundadores de un lugar propio, herederos de los labradores de antaño, pero en el terreno del lenguaje, cavadores de pozos y constructores de casas, los lectores son viajeros; circulan por tierras ajenas, nómades dedicados a la caza furtiva en campos que no han escrito, arrebatando los bienes de Egipto para gozar de ellos.”

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L’Invention du quotidien, Michel de Certeau

“En dialecto ático, leer era literalmente ‘reconocer’, porque tal era el sentido fundamental de anagignóskein.”

La invención de la lectura silenciosa, Jesper Svenbro

L tiene siete años de edad. Es diversa funcional. Tan diversa y tan funcional como el resto de la humanidad. Su particular diversidad se encuentra alojada en lo físico. Aunque, sobre todo, en las maneras que acostumbra a relacionarse con ese resto de los diversos funcionales que constituyen su familia o la totalidad de la especie humana.

   La acompaña su madre, quien es la que me da cuenta de las supuestas peculiaridades de la niña.

   Un poco exagerada, me parece.

   Me refiero a la madre, no a L.

   Le hago un gesto con la mano a la nena para que tome asiento. Dócil, esquiva la silla que tiene a su lado, se sienta como una india en el piso, abre el libro con el que ingresó al consultorio, lo apoya entre el vientre y sus gordas piernas, y comienza a leer.

   La dejo que lea.

   Lee en silencio.

   La madre, mientras tanto, no para de hablar. Me cuenta que la niña siempre lee en esa posición: sentada en el piso con las piernas en cruz; que es lo único que hace, que solo suelta los libros cuando ella le avisa que está lista la comida o que tiene que bañarse o que ya es hora de dormir; que no hace otra cosa, que no le interesa nada en la vida más que leer; que sus amigas, las de ella, no las de L, L no tiene amigas, le dicen que agradezca a Dios, que es una suerte, que los hijos de ellas no leen, que se pasan el día frente a cualquier pantalla, que es una bendición lo que ocurre con su hija.

   La mujer no lo ve como ninguna suerte ni como ninguna bendición.

   Muy por el contrario, afirma desde cierta vehemencia que ojalá a L se le ocurriera alguna vez sentarse frente a una pantalla o hablar de algo.

   Le pregunto si es que acaso la nena no habla y entonces la mujer se desdice, me cuenta que sí, que habla, aunque muy poco, casi nada, por lo general con monosílabos. No obstante, de inmediato vuelve a desdecirse, me asegura que también puede hablar un montón, pero con tanta morosidad que al final ella se pone muy nerviosa y tiene que pedirle por favor que se calle; que a veces mueve la cabeza de un lado para el otro y solo repite. Así y que ella no soporta que mueva la cabeza de esa manera, que ese gesto la saca de quicio. Para terminar, la mujer agrega que L suele acompañar sus escasas palabras con tics o movimientos extraños de sus manos o de sus brazos y que hay que repetirle todo en forma muy lenta, que casi nunca entiende lo que le dicen.

   Entretanto, sentada en el piso, ajena por completo al monólogo de su madre, estática y silenciosa como una pirámide en medio del desierto, L continúa leyendo.

   Le pregunto a la madre por el padre de la niña.

   La madre, agobiada ante mi requerimiento, suspira.

   O se prepara para tomar aire, no lo sé.

   Hace un ruido respiratorio elocuente que puede significar cualquiera de esas dos cosas. Se trata de una exhalación de fastidio o una necesidad de aire imprescindible antes de desbocarse en palabras. Aunque enseguida advierto que se trata de ambas cuestiones al mismo tiempo.

   Y desboca su agobio, nomás.

   Me cuenta que la culpa es de ella, que toda la culpa es de ella, que se equivocó con el padre de L desde un principio; que lo conoció en la escuela secundaria, eran compañeros de clase; que se enamoró y para conquistar su corazón se plegó sin más a sus gustos o a su único gusto, mejor: la lectura. Dice que no tendría que haberlo hecho, que lo que empieza mal termina mal, que tendría que haberse dado cuenta, que un pibe que a los diecisiete o dieciocho años prefiere no salir a bailar o no tener sexo y quedarse a leer no es normal. Ella, sin embargo, no lo tuvo en cuenta: para congraciarse con él, también empezó a leer y se casaron muy jóvenes. Asegura que quedó embarazada entre la primera y la segunda parte del Quijote, que su truco consistía en leer el libro que el padre de L acababa de terminar, que de eso hablaban cuando apagaban la luz y que ella se las ingeniaba, pregunta va, pregunta viene, caricia va, caricia viene, para que, cada tanto, su marido se calentara y tuviera ganas de tener relaciones; que así fue como engendraron a L.

   Le digo que no sienta culpa.

   Le explico que las mujeres solemos culpabilizarnos de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, que eso no está bien, que en las parejas siempre hay trucos para conseguir del otro aquello que queremos y que engendrar una hija en algún intervalo de la lectura del Quijote no está nada mal, que es un libro que amo, que no deja de ser un buen augurio.

   Ella me mira.

   La madre de L, no la nena.

   Y, por primera vez en la tarde, detiene su florida verborragia.

   Entonces aprovecho el silencio para sugerirle que sería muy conveniente, además de la terapia de L, que tanto su marido como ella misma hicieran de manera paralela también terapias individuales. Le explico que eso contribuiría enormemente a la comprensión de la complejidad del caso y, de ese modo, poder ayudar a la nena, que sería fundamental.

   Pero no sé si me escucha.

   Continúa en silencio, ausente.

   Harta de esperar a que la mujer reaccione, le pregunto a L cómo está. Lo hago de manera lenta, como me había indicado su madre.

   —Muy.

   Me responde.

   Sin sacar los ojos del libro y acompañando la respuesta con un movimiento horizontal del dedo índice de su mano izquierda, de unos diez o quince centímetros, a la altura de la boca.

   —Bien.

   Agrega después de unos cuantos segundos.

   Enseguida, levanta el dedo índice de la mano derecha y apunta hacia donde estoy.

   Justo en ese momento, la madre vuelve en sí, me mira fijo de un modo bastante desagradable, toma de un brazo a su hija, la nena cierra el libro, levanta sus anchas caderas con alguna dificultad y se van del consultorio sin siquiera saludarme.

   Huyen de mí.

   Aunque la madre más que la nena.

   La nena hace un último esfuerzo empático para dar vuelta su cabeza y mirarme mientras la madre abre la puerta y la empuja para que salga.

   Mis últimas impresiones sobre la sesión:

   En verdad no sé si resultan relevantes. De cualquier manera, debo dejarlas asentadas. Los hombros de L quedan demasiado cerca de su cabeza, casi no tiene cuello y su madre me odia desde que le sugerí que engendrar a la nena en un intervalo de la lectura del Quijote podía constituir un buen augurio.

   Lástima.

   No creo que regresen.

   ¿Qué pasa si una niña decide que le interesa más leer un libro, cualquier libro, que leer a sus padres? O a la inversa, ¿qué pasa si sus padres nunca están presentes o no desean comunicarse con ella? ¿Quién la forma? ¿Cómo desarrolla su capacidad de relacionarse con los demás? ¿Qué ve esa niña cuando separa sus ojos de aquello que lee? ¿Qué escucha? ¿Puede que no le importe nada de lo que queda fuera de los libros?

   Voy a tener que releer por enésima vez el Quijote.

   Qué placer.

   L no va a volver a la consulta. Me encantaría que volviera. Pero no lo hará. Y me llueven mil dudas. ¿El mundo le queda grande o acaso demasiado pequeño? ¿Qué es el mundo para una niña que solo quiere leer? ¿Está sola? ¿La lectura es una actividad solitaria? ¿Es una actividad? ¿Qué carajo es la lectura?

   Quijana o Quesada o Quijada, aquel hidalgo primordial, se encierra a leer en la biblioteca de su casa en una aldea irrecordable de la Mancha y entonces el narrador nos cuenta que del poco dormir y del mucho leer se le seca el cerebro y pierde el juicio. Se vuelve loco, está claro. Y es por culpa de la lectura. Sin embargo, también podría argumentarse exactamente lo contrario: antes del mucho leer ni siquiera tiene un nombre cierto y, a partir de la pérdida del juicio, todos sabemos de quien hablamos cuando hablamos del Quijote.

   El hidalgo se encierra a leer.

   Está solo.

   Y leyendo solo es nadie. Necesita dejar de leer para ser alguien ahí fuera, en el mundo. La paradoja consiste en que aquel buen hombre comienza a ser alguien justo en el instante mismo en que se convierte en el personaje de un libro. Un libro que mientras lo leemos también a nosotros nos deja completamente solos y anónimos.

   No sé.

   En principio, se me ocurre que mientras leemos quizá no estemos tan solos.

   Aunque, por supuesto, lo otro que se me ocurre inmediatamente a continuación es que tendría que releer una vez más el Quijote, mi libro favorito, y que es una verdadera lástima que L nunca vaya a regresar a la consulta, que, de manera evidente y aunque resulte del todo inverosímil, la niña aprendió a leer antes que a hablar y que ya es muy tarde, que me muero de sueño y, si prolongo la vigilia por este escabroso camino, no sería extraño que también a mí se me seque el cerebro.

   Estas últimas semanas he reflexionado mucho acerca de la soledad. Tengo mis razones, por supuesto. Pienso en ello desde el día que Emilio murió.

   Lo amaba.

   Y me había dejado sola con casi sesenta años de edad.

   Durante los primeros días, su ausencia era una sombra gigante que me rodeaba. No podía parar de pensar en lo sola que estaba. Tan sola que por la noche lloraba y lloraba.

   Soy de llorar.

   Un montón.

   Las lágrimas me brotan de los ojos con cierta facilidad. No necesitan demasiado para salirse. Se me imponen. Aparecen y, de algún modo, ponen las cosas en su lugar. Por un lado, me encierran y, por el otro lado, me liberan.

   Es extraño.

   Acabo de escribir lo que acabo de escribir y no puedo detener el llanto. Intentaré explicar lo inexplicable de mis palabras.

   Las lágrimas nunca se desbarrancan solas por mis mejillas. Irrumpen acompañadas de imágenes nítidas que no coinciden exactamente con aquello en lo que estoy pensando. Imágenes tan reales que no permiten arrancarme de ahí. No obstante, al mismo tiempo el cuerpo me pesa menos, incluso la cabeza me pesa menos.

   Me siento presa y libre.

   Todo junto.

   Amontonado y oscuro.

Emilio girando la cuchara dentro de la taza de café con leche en las mañanas. Justo enfrente de mí. Tampoco es Emilio entero. Son sus dedos. Apenas sus dedos y una cuchara revolviendo dentro de un círculo marrón claro. Y aunque intento dejar de mirar esos dedos y subir hasta su cara, no lo logro. No puedo. Me quedo ahí entre el olor y las olas suaves del café y las lágrimas brotan incontenibles. Algo que me dice desde el pasado y que no alcanzo a comprender, también me provoca el llanto. O seguir escuchando, aunque ya no esté, el arrastre suave de sus pies mientras camina hacia el baño.

   Tantas cosas.

   Imágenes.

   Sonidos.

   Olores.

   Esa es la forma en que se manifiesta mi completa soledad desde la muerte de Emilio. Me cuesta concentrarme. Atender a lo que me cuentan mis pacientes. O leer. Me cuesta todo aquello que no sea recordar lo sola que estoy y llorar. Por eso, quizá, me haya ilusionado tanto con el caso de la nena. L me sacó de mí misma. Me movió del eje. Dejé de llorar y hasta busqué el Quijote y aunque todavía no tuve la voluntad de abrirlo, está esperándome sobre la mesa de la cocina.

   L me necesita.

   Y yo a ella.

 

Continúa la 2da parte

sábado 7 de septiembre.