Recuerdan aquella campaña electoral de Carlos Menem en la que prometía devolver la alegría a los niños ricos que estaban tristes? Me acordé de ella viendo al príncipe Harry, sexto en la línea de sucesión al trono de Reino Unido, y su mujer, Meghan Markle, con Oprah Gail Winfrey, una de las presentadoras más célebres del planeta. El programa se grabó en los jardines de la mansión de Winfrey, una propiedad vecina a la que también poseen sus invitados de esa tarde en Montecito, uno de los barrios con mayor condensación de ricos de California, lo cual ya es mucho decir.
Hay que reconocer que Menem cumplió con aquella promesa electoral: una de sus primeras medidas fue entregar el Ministerio de Economía a Bunge & Born. En aquel tiempo, en los años 90, Diana Spencer, la madre de Harry, protagonizó en la BBC el antecedente directo de esta entrevista para exponer la crisis sentimental que atravesaba con su marido.
Cuando Diana Spencer consiguió su pico de audiencia, acababa de ponerse en marcha el primer navegador de internet y las redes estaban reducidas al teléfono fijo. Aun así, con estas limitaciones –visto desde la perspectiva actual–, consiguió dar un primer paso de aquello que hoy ha consagrado el soporte digital: la disolución de lo íntimo en el mundo social; la intimidad como unidad de valor. Lacan decía que el “loco” no es solo quien cree ser rey cuando no lo es, sino quien cree serlo cuando efectivamente es rey. Esta pareja no solo aglutina a un par de duques, uno por dinastía y otra por relación, sino que creen serlo y, a través de lo íntimo, plantean –como hizo Diana Spencer en su día– un ducado de la emoción.
¿Qué es la emoción de lo íntimo para los duques en rebeldía? Todo. Es más: ningún hecho fue narrado en el tiempo que duró la conversación. Solo se relataron emociones conectadas al racismo, el bullying y la depresión en una de sus peores variantes, el suicidio. Cayó en rodada toda la familia, menos la reina, porque Isabel representa la paz y el orden y ellos, Harry y Meghan, pretenden administrar de igual modo el equilibrio emocional. Diana, después de abrir su corazón ante los británicos en la pantalla de la BBC, inauguró un PNG (principado no gubernamental) desactivando minas antipersona en África y rezando con la madre Teresa en India. Hizo de la compasión la bandera de su principado; la compasión entendida no como una comunión en la que acompañas al otro sintiendo su dolor, sino como una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno se fabrica: es lo mismo que dar limosna. Harry y Meghan hacen lo propio con la diversidad, el racismo, el bullying (siguen las causas).
Las monarquías, antes que nada, son familias. En España, por ejemplo, cada vez cuenta con menos miembros en virtud de los casos de corrupción, trastiendas sentimentales y privilegios consumados fuera del protocolo establecido. En Dinamarca y Bélgica, también han tenido problemas con la Justicia y, si se repasa una a una las casas reales europeas, los temas de Estado son menos relevantes que las cuestiones que alimentan los reality shows. En los últimos años, su vida se toma más tiempo en los sets de televisión que en las habitaciones de palacio.
En una época en la que la telerrealidad y las redes se han convertido en vectores de comunicación de la política, banalizada a través de un camino que se inició con Silvio Berlusconi, cuya primera presidencia coincidió con el apogeo mediático de Diana Spencer, y llega hasta hoy con Donald Trump, una cima de la deconstrucción política que no habría que desatender, la charla de la pareja real con Winfrey no es un simple entremés más del menú que ofrece el reality, es una pièce de résistance de otra forma del poder.
El príncipe Guillermo, si el destino no se lo impide, algún día será monarca siguiendo un guion que toma de la historia. Harry, su hermano, al igual que hizo su madre, escribe el suyo porque aprendió de ella lo importante: mejor que ser rey es estar convencido de que lo eres.
*Escritor y periodista.
Producción: Silvina Márquez