En crisis se modifica la percepción sobre los liderazgos y, según el asunto, pueden desencadenarse efectos de fuerte concentración de popularidad. Situaciones amenazantes pueden crear un fenómeno poderoso en las actitudes sociopolíticas, al que se le llama “rally round the flag”. La traducción literal puede ser: “Todos rodeando la bandera”, caracterizada por picos dramáticos en la popularidad, como la del presidente estadounidense George Bush tras el ataque del 11S. Es un fenómeno que se explica no desde la ansiedad y el deseo de seguridad, sino desde la ira, como lo demuestra un interesante estudio realizado por Alan Lambert, John Paul Schott y Laura Scherer. La ciudadanía puede recurrir reflexivamente al presidente, el comandante en jefe simbólico y literal, como una forma de abordar los motivos concomitantes de represalia y retribución.
El virus fue una amenaza externa inicialmente, tras la cual muchos liderazgos fueron consolidando su gestión. Algunos en Europa superaron a mediados de abril aprobaciones por encima del 70 por ciento. El primer ministro de Italia Giuseppe Conte, el canciller austriaco Sebastian Kurz, Mark Rutte en los Países Bajos; o casos que llegaron al 80 por ciento, como el primer ministro danés, Mette Frederiksen o Angela Merkel en Alemania.
Lo mismo sucedió en América Latina con el presidente Alberto Fernández en Argentina, Luis Lacalle Pou en Uruguay y Martin Vizcarra en Perú, que superaron el 70 por ciento de aprobación en la gestión de la pandemia. Tomaron medidas, apelaron al consenso, se movieron dentro de límites republicanos y encima fueron bien percibidos socialmente en los primeros meses de la pandemia. Lo hicieron razonablemente bien.
Sorpresa y miedo. Aunque la pandemia no acabe, la sorpresa de la pandemia pasó. Las aprobaciones espectaculares tienden a normalizarse volviendo a valores más razonables. También empieza a ponerse en cuestión la eficacia del riesgo en tanto los liderazgos empiezan a cuestionarse. Las confrontaciones domésticas generan efectos políticos en el reacomodo de la opinión pública, sobre todo efectos en la gestión del riesgo. A través de procesos de polarización o híperideologización generan ira interna.
El miedo tiende a aumentar la percepción del riesgo, produce estados de híperalerta, mientras que la ira puede reducirlo ¿Resultado? La percepción de gravedad del coronavirus ha disminuido entre los sectores opositores en muchos países. Las personas apáticas simplemente no escuchan cuando están enojadas. Las personas asustadas o enfadadas consideran que se intenta engañarlas y, por ello, se asustan y enfadan todavía más.
Trudie Lang, profesor de Global Health Research en la Universidad Oxford afirma: “para que un mensaje de salud pública tenga éxito, debe llegar al 80% de la población”. Con grieta, alcanzar ese 80% se hace difícil. Lang también enfatiza que, sin que se torne paralizante, debe existir una cantidad de miedo como motor persuasivo que tenga activada la alarma que produce el riesgo. Un miedo con esperanza, con metas, que pedagógicamente muestra un camino. No es el miedo que sólo queda en el énfasis del daño, la pérdida o la muerte. Un estudio publicado en el Psychological Bulletin de la American Psychological Association por Melanie Tannenbaum y otros colegas realizó un metaanálisis comparando 248 muestras independientes recolectadas de diversas poblaciones y mostró un efecto positivo de las apelaciones de miedo sobre las actitudes, intenciones y comportamientos aumentando la motivación para adoptar las recomendaciones del mensaje.
Ira e ignorancia. Pero con ira, menos población (especialmente la opositora) reacciona adecuadamente al riesgo. A más politización exacerbada en las agendas públicas, la ciudadanía tiende a frustrarse con los gobiernos, a quienes les achaca desinterés respecto a sus preocupaciones. Varios gobiernos ya tienen la tentación de volver al modo “publicidad” de lo que hacen. O bien empieza a aflorar en los medios intensos debates políticos por afuera de la pandemia que compiten con la instalación de la agenda del riesgo. Más pelea es menos información y la falta percibida de provisión de información aumenta la ansiedad y la angustia del público. Y la información es vital.
Las personas que menos saben están a menudo convencidas de que saben más. Los psicólogos sociales David Dunning y Justin Kruger identificaron este sesgo cognitivo tan frecuente de la “superioridad ilusoria”, que luego fue llamado efecto Dunning-Kruger, para referirse a habilidades o conocimientos por los cuales, sus enunciadores, se consideran más inteligentes que otras personas más preparadas, midiendo incorrectamente su habilidad por encima de lo real. La síntesis de sus hallazgos es que la ignorancia generaba más confianza que el conocimiento. La percepción del riesgo no siempre está en sintonía con el riesgo real recomendaba hace tiempo la British Medical Association.
El riesgo y la modificación de hábitos se rutinizan y generan relajamientos y autocomplacencia. Cuando los gobiernos se resisten a dejar participar a la ciudadanía en las decisiones que afectan fuertemente a sus vidas, el enojo también aparece porque aceptar el riesgo es algo individual, que muchas veces apela a lo moral. El riesgo es también un problema social y que, pese a ser medible, no es sólo una variable objetiva, sino una construcción cultural como bien plantea Silvia Fontana. Con el tiempo, si la percepción es que los gobiernos no escuchan a la gente, las autoridades no pueden esperar que la gente los escuche a ellos.
Gobierno. La presión de tiempo es central: desfasa al riesgo, sea porque lo acelera o sea porque le quita fuerza. Calibrar el riesgo en ese tiempo hace evitar el “what-the-hell effect”, que podría entenderse así: “ya que arruiné mi objetivo, qué mierda, lo arruino de verdad”. Es un comportamiento llamado de contrarregulación: un pequeño desliz que sirve como excusa para perder el control del todo, a contravenir (con irracionalidad) los planes y objetivos trazados. Usado en la psicología de la salud, se puede aplicar a cualquier contratiempo o desafío de fuerza de voluntad significativa que alguien emprende. Es una estrategia rápida de gratificación inmediata pero que se torna frustrante y para nada grato, porque es como un autoboicot que produce conductas contrarias a las que se había impuesto. Se da en personas con mucho pensamiento binario (de todo o nada) o de pensamiento rígido. Puede darse por hechos externos y disruptivos que lo desencadenan y que induzcan a pensar que ya no se puede seguir con la determinación previa.
Por todo eso el rol gubernamental es clave. Se sale aceptando la autocrítica, normalizando la posibilidad de que el contratiempo ocurra y frenando la espiral descendente de la vergüenza. Requiere planificación para transitar el presente hacia el futuro, qué una vez instalado el primer umbral de temor por las autoridades, el resto sea pura pedagogía para no pasar a un miedo estigmatizante, sino a una incorporación voluntaria del riesgo para no volver a repetir la inconducta.
Teniendo en cuenta muchos aportes, en particular los de Vincent Covello, es válido pensar lo que los gobiernos pueden hacer porque la comunicación fallida puede encender la indignación de la comunidad y dificultar la mitigación del riesgo. Asumir que el público no es una entidad única ni monolítica. Existen muchos públicos. Por ende, no se puede asumir intuitivamente lo que la gente sabe, piensa, o quiere en torno a los riesgos.
Hay que destinar tiempo y recursos suficientes para investigar sobre cómo la gente piensa, cree, incluyendo la información de la que disponen, las actitudes, los patrones de conducta, las creencias, valores y factores comunitarios. Comprender y responder (con palabras y con acciones) a las emociones y sentimientos que la gente expresa, como la ansiedad, el miedo, la bronca, etc. Permitir que la gente sepa que un gobernante comprende lo que ellos le dicen y hablarles tanto de sus preocupaciones como de las del gobierno. Usar información sobre características específicas de la audiencia para desarrollar estrategias de comunicación de riesgo alternativas, para planificar los esfuerzos comunicativos y para evaluar la efectividad de los programas. Desarrollar y apoyar programas destinados a potenciar las investigaciones científicas y el conocimiento de los principios de evaluación del riesgo. Y nunca dejar que los esfuerzos por informar a la población sobre el riesgo,impida reconocer –y decir- que cualquier enfermedad, lesión o muerte es una tragedia.
*Director de la Maestría en Comunicación Política de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.