OPINIóN
EL PODER DE LAS REDES SOCIALES

Las palabras y la violencia

Las redes sociales suspendieron las cuentas de Donald Trump tras el asalto al Congreso. ¿Un derecho de empresas o una violación a la libertad de expresión?

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Violencia. No solo está en los golpes o los empujones. También en las palabras, como lo reconoce la Biblia, citada por un capellán tras los ataques al Capitolio de Washington. | cedoc / afp

Adecuadamente, en un país de fuerte presencia religiosa, y en el medio del griterío sobre Twitter, Proud Boys, supuestos infiltrados de Antifa y número de heridos y muertos, la voz más calmada e interesante en medio del caos político en Estados Unidos provino de un sacerdote.

Pocas horas después del asalto al Capitolio por parte de hordas de militantes blancos radicales azuzados por el presidente Donald Trump, el capellán del Senado, Barry C. Black, tomó el micrófono para cerrar la sesión de la cámara alta en la que se terminó de confirmar el triunfo del demócrata Joe Biden.

El jueves 7 de enero, cuando todavía se limpiaban los restos del desastre en el Congreso, Black recurrió al Antiguo Testamento y afirmó que “las palabras importan”, y que “el poder de la vida y la muerte está en la lengua”.  

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Se trató de una referencia al versículo 18:21 del libro de Proverbios, que -en una de las tantas traducciones al español- dice: “La muerte y la vida están en poder de la lengua / Y el que la ama comerá de sus frutos”.

¿Está recogiendo Trump los frutos de su lengua afilada y sin filtro? ¿Está pagando las consecuencias de su irresponsabilidad al seguir quejándose al oído de sus seguidores más recalcitrantes que las elecciones de noviembre pasado fueron un robo?

Escenarios. El escenario es todavía muy novedoso. Allí donde los líderes del pasado necesitaban la radio y la televisión o los balcones de sus residencias para agitar a sus militantes, existe cuentan con Twitter e Instagram, Facebook y WhatsApp.

No se trata en absoluto de una novedad, y sobran ejemplos que muestran el poder de lenguas con “poder de vida y muerte”. Alcanza con encender la computadora y revisar videos de discursos de Hitler o Mussolini, de mensajes de radio de Roosevelt o escuchar a Winston Churchill pidiendo a sus compatriotas “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” para enfrentar las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. O redescubrir el mensaje del presidente Perón de agosto de 1955, cuando llamó a “contestar a una acción violenta con otra más violenta” y aseguró que “cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos”.

Para surtir efecto, todos aquellos discursos necesitaban de un tiempo, que no ahora no hace falta. Hoy por hoy, un personaje desbocado como Trump tiene (o tenía) herramientas disponibles para que sus llamados a “romper todo” tengan consecuencias prácticamente inmediatas.

La furiosa polémica que se desató tras la expulsión de Trump de las redes sociales pone en evidencia que el poder de estos megáfonos virtuales representa un fenómeno nuevo frente al cual las sociedades y los establecimientos políticos no parecen estar todavía bien equipados para resolver.

Cómo se explica si no que la “solución” para contener al presidente norteamericano haya salido de un racimo de redes sociales manejadas por personajes no menos polémicos, como Mark Zuckerberg.

Riesgos.  “En casos como este, donde las expresiones de un presidente o figura pública pone en riesgo la convivencia democrática, lo que corresponde es que un poder democrático, es decir, el Congreso, el Poder Judicial a través de una medida cautelar, u otra instancia con las facultades claramente establecidas y competencia para ello, recorten el poder de esa expresión por ejemplo ordenando a Twitter o a Facebook suspender, bloquear o remover contenidos o cuentas”, dice a PERFIL el investigador Martín Becerra, profesor titular en las universidades de Quilmes y de Buenos Aires.

Según Becerra, “es muy peligroso que se habilite a las propias corporaciones tecnológicas a realizar este tipo de recorte de la expresión sin previa intervención de un poder democrático y público”. Al fin y al cabo, añade, esas empresas terminan tomando “posiciones contradictorias basadas en criterios que son opacos para la sociedad, que no son auditables, que no toman en cuenta las garantías propias de un estado de derecho y que sólo representan a un puñado de personas (ejecutivos, accionistas) de esas compañías”.

“Está claro que Facebook y Twitter son empresas, que tienen reglas que aceptamos cuando nos suscribimos y que pueden tomar decisiones”, señala por su lado la politóloga y doctora en Historia Sabrina Ajmechet, pero “a mí no me gusta que actúen haciendo política, y creo que esto es lo que sucedió, que la censura a Trump fue un hecho político y hay que entenderlo así”.

Ajmechet opina que, ante el hecho consumado de los mensajes del presidente norteamericano, “básicamente no hay que hacer nada, tenemos que entender que casi el 47 por ciento de los ciudadanos estadounidenses lo eligieron a Trump, que más de 74 millones de personas lo votaron”.

“Tal vez algunas de ellas se arrepientan tras los últimos sucesos, pero lo votaron”, remarca.

La politóloga opina que, incluso si “a muchos de nosotros nos parece que sus ideas y formas sobre la democracia y sobre la política son dañinas, eso no quiere decir que nuestra postura sea la única que hay que escuchar, porque hay un montón de personas que piensan distinto y está bien que tengan una voz que los representen”.

Qué hacer. Todas estas reglas de convivencia política tienen abundantes virtudes a la vista. ¿Pero qué se hace con los sectores de la sociedad que, alienados, postergados o simplemente alucinados por mentiras sucumben a los llamados a la violencia lanzados por sus líderes?

“Históricamente, no hay sociedades sin elementos violentos”, define Becerra, según el cual estos segmentos están insertos en “procesos lubricados por la ausencia de contención y respuestas para sostener condiciones de vida dignas y previsibles para las mayorías”.

Cuando se atraviesan momentos de incertidumbre, sigue el profesor de la UBA, “se generan condiciones fértiles para el ascenso de la influencia de la cultura de la violencia política y social”.

Para Ajmechet “el problema no es Trump, sino la popularidad de Trump, los diferentes motivos que fueron llevando a que millones personas lo elijan para gobernar”.

Por eso, concluye, “necesitamos evaluar qué tipo de democracia estamos generando”, porque “quizás la democracia que estamos construyendo deja a demasiadas personas en una situación de exclusión que provoca que, cuando llega un outsider con un discurso muy centrado en el odio, como es el caso de Trump, tenga una audiencia muy dispuesta a escucharlo”.

Si se le suma a la existencia de esos sectores de la sociedad la presencia de redes sociales que difunden a lo loco mensajes racistas y totalitarios, hace falta solamente el agua caliente de la incitación para preparar la sopa instantánea de la violencia política.

*Periodista. Ex correponsal de la agencia ANSA en Washington.