OPINIóN
DEMOCRACIA

Libertad e igualdad: avatares de un conflicto contemporáneo

La crisis que atraviesa hoy la democracia liberal tiene sus raíces en la dificultad de armonizar dos valores potencialmente contradictorios.

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Padres fundadores. Las organizaciones de la sociedad civil como intermediarias entre el estado y individuo. | cedoc

Transcurrido el proceso revolucionario francés a fines del siglo XVIII, el intelectual aristocrático Alexis de Tocqueville entendió que se abría un nuevo curso en la historia mundial, durante el cual los valores de la igualdad y la libertad entrarían en tensión permanente. Dado que el “gran río” igualitario era para el autor de La democracia en América hasta cierto punto inevitable, se trataba para él de defender las antiguas libertades en las nuevas circunstancias. 

Pronósticos. A diferencia de los pensadores contrarrevolucionarios, Tocqueville razonaba que era una quimera pretender volver atrás el reloj de la historia. La tendencia al igualitarismo se ligaba para el francés con otra hacia el despotismo político, debido a la creciente centralización estatal iniciada ya con Luis XVI. De allí que Tocqueville describiera con admiración (y con un grado de idealización) al modelo norteamericano, porque interpretaba que en la tierra de Benjamin Franklin las organizaciones de la sociedad civil subrogaban aquel papel intermediador entre el individuo y el Estado que en el Antiguo Régimen habían desempeñado las corporaciones. Observando el itinerario político del siglo XX, el diagnóstico de Tocqueville puede contarse entre los más agudos a propósito de las tendencias seculares en la sociedad contemporánea. 

Lo mismo ocurriría con algunos de los pronósticos ensayados décadas más tarde por Karl Marx. Curiosamente, mientras miradas impresionistas pretenden guardarlos por vetustos en el cajón de los recuerdos, estos grandes pensadores no hacen más que actualizarse. Algunos vaticinios de Marx se han revelado erróneos, especialmente aquellos que, paradojalmente para quien escribiera La ideología alemana, tenían más que ver con sus deseos políticos que con sus interpretaciones comprensivas de científico social. Pero otros de sus pronósticos resultan de notoria actualidad, como, por ejemplo, aquel que destacaba la tendencia a la expulsión de mano de obra por el desarrollo tecnológico propiciado por la constante innovación capitalista. ¿Y qué hay de la lucha de clases como factor decisivo en el curso de la vida pública? ¿Está tan enterrada cómo quiso creerse en décadas precedentes de hegemonías neoconservadoras y de esnobismos intelectuales? ¿O, en rigor, no hace más que expresarse bajo nuevas formas? Aquí también puede estar operando un pensamiendo deseante: tal vez nos gustaría que el conflicto entre clases sociales no existiera, pero esto no quiere decir que así sea.

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Frágil experimento. La democracia liberal es un experimento socio-político de factura histórica relativamente reciente. Su fragilidad radica en su difícil tarea de conjugar los valores potencialmente contradictorios de la igualdad y la libertad. A lo largo de la historia distintos sectores sociales han bregado por limitar las libertades en defensa de sus intereses. Como es sabido, grandes grupos económicos han apoyado y financiado a diversas dictaduras. También las clases populares han brindado apoyo a modelos políticos autoritarios cuando se encontraron con gobiernos dispuestos a defender sus intereses. Muchos intelectuales y comunicadores demasiado ensimismados en su propia posición socio-cultural suelen ser insensibles a la lógica que esconde este comportamiento. ¿Cuánto le puede importar, por caso, a un obrero de la construcción que se limite la libertad de expresión en una esfera pública de la que es un convidado de piedra? 

Quien captó bien este problema fue Gino Germani, cuya oposición al peronismo no le impidió advertir que este movimiento político había restringido las libertades abstractas que preocupan a las clases medias y altas, mientras había ampliado las libertades concretas que interesan a los obreros. Un trabajador que se iba de vacaciones, cobraba un mejor salario y fortalecía su poder relativo frente al patrón se sentía no menos, sino más libre, aunque se hubiese expropiado La Prensa y se acallaran las voces opositoras.  

Durante el siglo XX las democracias liberales fueron combatidas por diversos actores que promovían una mayor o menor igualdad política y social. Además de facciones de las burguesías y de los revolucionarios socialistas, se mostraron dispuestos a erosionarlas los fascistas, cuyo antiliberalismo no se limitó al plano político. Además de instalar dictaduras y alentar genocidios y guerras, el fascismo clásico promovió algunas políticas públicas que hoy serían consideradas populistas e inclusive izquierdistas. En tanto fenómeno situado en la Europa de entreguerras, el fascismo fue un subproducto de la neurosis de guerra de los ex combatientes, e ideológicamente abrevó en un acervo radicalizado proveniente tanto de las derechas como de las izquierdas políticas. El propio Benito Mussolini era un ex publicista del socialismo, y los discursos de Adolf Hitler se distinguían por un tono obrerista. Si bien el antisemitismo tenía raíces atávicas y diversas, una de ellas bebía en el antielitismo plebeyo, que los nacionalsocialistas explotaron hábilmente. Si en tiempos de la República de Weimar las huestes hitlerianas lograron disputar exitosamente la hegemonía política a otra miríada de grupos nacionalistas, fue precisamente porque al mismo tiempo se presentaban como socialistas.

Reaccionarios. Si traemos a colación el tema del fascismo es porque hoy, salvando las distancias y con las particularidades del caso, se advierte un revival de los discursos radicalizados de cuño reaccionario. Existen algunas diferencias decisivas entre aquel fenómeno y los extremismos del presente; entre otras, que estos últimos son, por lo general, liberales en el plano económico. Pero hay algunos puntos de contacto: un lenguaje transgresor de lo “políticamente correcto” y un cuestionamiento a las élites en nombre de la “gente común”. Siempre habrá en las sociedades minorías irracionalistas e intolerantes que se oponen al pluralismo y a la racionalidad legal-burocrática que debe regir la institucionalidad de la democracia liberal. El problema se agrava cuando sectores de los medios de comunicación y de las élites se asocian a estas corrientes de opinión, sea para usufructuarlas, o porque ellos mismos han enloquecido. 

Desde luego el asunto no se dirime sólo en el plano de las ideas: difícilmente las democracias liberales resistan si las clases económica y socialmente dominantes no se muestran dispuestas a resignar una parte de sus privilegios. Por supuesto que el capitalismo necesita producir ganancias, pero estas también deben conocer límites y ubicarse dentro de los confines de lo razonable. Si quienes tienen grandes prerrogativas no respetan la ley ni las normas, parece injusto (y hasta un poco hipócrita) exigir tal cosa a sectores sociales con necesidades más acuciantes.

*Doctor en Historia (UBA-Conicet)