Para entender mejor los impactos macroeconómicos de la sequía hay que describir el contexto específico que caracteriza a la economía argentina. La especificidad del contexto viene definida porque Argentina tiene un acuerdo con el FMI que supone metas cuantitativas de reservas internacionales y de déficit fiscal, entre otras.
Conviene, ante todo, adoptar una perspectiva general sobre el estatus de la consolidación fiscal como regla de política económica. Más concretamente: ¿funciona el ajuste fiscal en los términos planteados por la visión convencional? La evidencia empírica a nivel internacional parece dar una respuesta negativa. En un trabajo que resume la evidencia más amplia hasta el momento, los economistas Arjun Jayadev y Mike Konczal estudiaron 107 casos de países de la OCDE entre 1970 y 2007, y encontraron que las políticas fiscales contractivas resultaron en general en un menor crecimiento del PIB y en mayores ratios de deuda a producto.
Jayadev y Konczal utilizaron la misma base de datos de otro estudio realizado por Alesina y Ardagna, publicado un año antes, donde se intentaba demostrar que la consolidación fiscal a veces funciona. ¿Cuántas veces? Alesina y Ardagna concluyeron que la austeridad había recuperado la economía en 26 de los 107 casos analizados. Pero Jayadev y Konczal mostraron que la mayoría de los “casos exitosos” no eran tales, ya que el ajuste fiscal se había llevado a cabo después de que la economía se había recuperado.
Un supuesto clave, hoy admitido como irreal, era que los efectos multiplicadores que miden el impacto negativo de la contracción fiscal sobre la actividad eran mínimos o despreciables. Más tarde, economistas del FMI –por ejemplo, Olivier Blanchard– admitieron el error del pronóstico argumentando que, en cierto modo, los errores formaban parte del aprendizaje de los pronosticadores. Como los multiplicadores eran más grandes, la austeridad condujo a un aumento de la relación deuda/PIB debido a que generaban una contracción real de la actividad muy superior a la reducción en la carga de la deuda.
Esta comprobación tiene implicaciones decisivas en aquellos países en los cuales el gasto público es un componente importante de la demanda agregada, en general, países con un mercado interno más amplio y por ende más orientados “hacia adentro”, como Argentina, Brasil o Colombia para poner ejemplos en el caso latinoamericano. En cambio, otros países tienen un peso mayor de las exportaciones en la demanda agregada y por tanto son relativamente más “orientados hacia afuera”, como Chile y Perú (ver gráfico).
En estos casos, la implicación directa de política económica es que, si el Gobierno restaura el equilibrio fiscal reduciendo el gasto público, el costo es una caída del PIB más importante. Por esa razón, los gobiernos y el FMI se han visto forzados a utilizar “cláusulas de escape” (escape clauses) para suspender la vigencia de la regla fiscal. El propio FMI muestra que, en las últimas tres décadas, las reglas fiscales se cumplieron solo la mitad de las veces sin el uso de cláusulas de escape.
Veamos un ejemplo. Supongamos una regla fiscal apuntada a mantener una situación inicial de equilibrio fiscal primario. Supongamos adicionalmente un shock negativo de demanda (por ejemplo, una abrupta reducción de las exportaciones). Este shock necesariamente produce una disminución de la demanda agregada y del PIB. La baja del PIB debe llevar a una caída de la recaudación y a la aparición de un déficit fiscal primario. Si el Gobierno mantiene la regla, debe ajustar el gasto para cerrar el déficit. La reducción del gasto, dado un cierto multiplicador, llevará a una contracción adicional de la actividad.
En los países donde el gasto público es el componente más importante del gasto autónomo (más orientados “hacia adentro”, como Argentina o Brasil) esto lleva a que el gobierno restaure el equilibrio fiscal inicial al costo de una caída del PIB aún mayor que la producida por el shock inicial. Así, el uso de la regla fiscal hace que el ajuste sea completamente procíclico.
Ciertamente, en el caso argentino actual no se trata de una regla apuntada a mantener el equilibrio fiscal, sino de llevar a cero el déficit primario en un lapso definido de tiempo. Es decir, una condición mucho más exigente que la discutida previamente. De hecho, esa regla impone que el crecimiento pase a depender fuertemente de las exportaciones las que, dada su menor incidencia en la demanda agregada, deben crecer a tasas formidables para impulsar una dinámica de actividad y recaudación que evite un ajuste “salvaje” (e inflacionario) del gasto público.
Pero justamente el shock en curso está causado por una caída abrupta de las exportaciones. La sequía producirá una fuerte reducción de las exportaciones, con estimaciones que superan los 14 mil millones de dólares de pérdida según cálculos privados. Esta disminución tiene dos caras. Por un lado, implica menos dólares. Dado un total de exportaciones para 2022 del orden de los 88 mil millones de US$, eso supone que en el año en curso las ventas externas caerían a 74 mil millones o menos. Las importaciones en 2022 fueron de unos 81 mil millones. Por ende, mantener la situación externa bajo control, es decir, poner en línea las importaciones con el volumen estimado de exportaciones (y sin acumulación de reservas) implica un ajuste importador del orden de los 7 mil millones (una baja del 8,6%). Dadas las estimaciones de la elasticidad ingreso de las importaciones (en torno a dos), la compresión de las compras externas hasta el nivel estimado de exportaciones implicaría una caída del PIB de entre 3 y 4% para este año. El ajuste del PIB podría ser menor si, en el ciclo, la elasticidad de las importaciones a los cambios en el ingreso fuera mayor.
Por otro lado, la reducción de las exportaciones (y el eventual ajuste de las importaciones) producirán una caída importante de los impuestos sobre el comercio exterior, principalmente sobre las exportaciones, que algunos estiman entre 0,3 a 0,4% del PIB. La reducción de los ingresos tributarios forzaría la necesidad de reducir el gasto público para cumplir con la meta de reducción del déficit. Esto implica (como sugirió el FMI) una reducción mayor del gasto en subsidios y un aumento más rápido de tarifas, alimentando la inflación. La mayor inflación, a su vez, reduciría el poder de compra del gasto público amplificando el efecto contractivo del ajuste.
Un ajuste de esa magnitud tampoco es garantía de estabilidad como muestra la evidencia, porque entre otras cosas no alivia ni la escasez de dólares ni la presión inflacionaria. Justamente, hacer menos exigente la meta fiscal solo soluciona parte del problema (el de los pesos provenientes de la recaudación), pero no soluciona el problema de los dólares. Pese a la arbitrariedad de algunos supuestos que caracterizan el ejercicio previo, creemos que reproduce bien la dirección que podría seguir la dinámica macroeconómica en el actual contexto y los sombríos dilemas que se plantean a la política económica.
* (Economista de UMET-IET, Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo).