OPINIóN
desafíos

'Meta-democracia' y calentamiento político global

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Protestas. El calentamiento político del descontento democrático también presagia tormentas. | cedoc

Hace pocas semanas, el mundo tecnológico asistió a un anuncio impactante: Facebook, alguna vez considerada la “nación” (tecnológica) más grande del planeta, con 2.890 millones de suscriptores, cambió de nombre. No se trata solo de una cuestión semántica, porque todo parece indicar que su nueva denominación –Meta– significa la puesta en marcha de un intento de cambio de dimensión exponencial del modo de comprender la participación, la ciudadanía y la condición humana.

Estamos enfrentando la creación de una gran “aldea-mercado-ágora virtual” donde la interacción entre los seres humanos no es física sino digital en una multiplicidad de aspectos, a través de tecnologías de realidad aumentada, hologramas, internet de las cosas, videojuegos y registro de emociones y conductas en tiempo real. La pretensión es mucho mayor a intercambiar un “like” o al distribuir una foto o un video. Significa ingresar en un universo de interacciones donde lo sensible está construido no a partir del contacto personal ni directo, sino a partir del intercambio real hecho posible por la tecnología que transporta a otros mundos, creando comunidades imaginarias intangibles, pero con impacto profundo sobre el comportamiento de los seres humanos.

Herman Narula, el responsable de Improbable, una de las empresas asociadas a Facebook en esta aventura, señaló: “Investigaciones demuestran que las experiencias virtuales no son solo virtuales cuando impactan en la mente. Son experiencias”. De esta conjunción de ciencias del comportamiento y empleo de tecnologías exponenciales, se deriva una revolución filosófica que entrecruza también negocios con conductas cívicas.

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Narula enumera algunos de los cambios que están teniendo lugar en el mundo virtual y que podrían profundizarse en el futuro próximo, con consecuencias sobre la economía real y el mundo productivo. No son delirios, son embriones de transformaciones subterráneas que la política clásica no alcanza a advertir aún: la emisión de monedas digitales por particulares y colectivos privados, que pongan en cuestión el monopolio soberano de los Estados; la compra por comercio electrónico de bienes y ropa digital, que entre otras cosas podría disminuir la brecha de carbono climático; las competencias deportivas con atletas digitales, que disparen un fenomenal negocio de publicidad y participación de público; la industria del videojuego creciendo de modo generalizado para abarcar los más diversos aspectos de la vida: educación, salud, competencia, adquisición de habilidades, creación y adquisición de artículos de colección, superación de fronteras físicas, etc., etc.

Naturalmente, como lo señala Eric Posner en Project Syndicate, esta “aldea-mercado-ágora virtual” choca con el problema de los discursos de odio motorizados por algoritmos que fomentan nuestra atención morbosa; por la adicción digital que pretende encadenarnos en cámaras de eco que impiden un diálogo entre diferentes; por los escasos recursos humanos que las plataformas emplean en las democracias más frágiles para evitar el contenido engañoso en las redes, y con la discusión global encaminada por el G7 y el G20 sobre la fiscalidad que evite la elusión de las grandes compañías, entre otros dilemas.

Nada de lo que ocurre en este mundo virtual que ya está entre nosotros, y que amaga con profundizarse a niveles vertiginosos, resulta inocuo para el funcionamiento de nuestras instituciones y nuestra democracia. Así como en los albores de la revolución industrial surgieron los pilares del sistema democrático representativo que aún hoy está consagrado en las principales Cartas Magnas del mundo, surge ahora la necesidad de repensar mecanismos de participación, deliberación y toma de decisiones en la esfera pública. El instrumental clásico da señales de incipiente agotamiento. Los ejemplos ya están entre nosotros:

  • Las encuestas como herramientas predictivas electorales han dejado de poseer relevancia. O, al menos, la vital relevancia que hasta hace poco se les asignaba.
  • Las campañas electorales han pasado a ser básicamente virtuales, lo cual supone enormes desafíos sobre el modo de verificar la transparencia de los recursos económicos empleados por los competidores.
  • Las fronteras internacionales se diluyen, frente al riesgo de que agentes externos inoculen manipulación de datos y microintervenciones que puedan incidir en poblaciones estratégicamente segmentadas.
  • El respeto a la privacidad de datos es un elemento central, que pone en tela de juicio hasta el mismo derecho de propiedad. La posibilidad de que, frente a datos personales, los algoritmos generen “datos sintéticos” que reproduzcan conductas humanas no se ubica en el terreno de la ciencia ficción sino que ya resulta una propuesta con amplio desarrollo de mercado.
  • El ritmo de los procesos de toma de decisiones también entra en cuestión: ¿votamos representantes que se encerrarán en largas discusiones de comisiones burocráticas o podremos establecer mecanismos de consulta más inmediata y en tiempo real para la toma de decisiones?
  • ¿Las instancias de consulta popular, iniciativa popular de leyes y democracia semidirecta son herramientas plausibles de profundizar?
  • La optimización de las propias boletas electorales –conjugando elementos electrónicos con un diseño en papel que promueva la participación más consciente y la superación de listas sábana– también implica la necesidad de un cambio, en este caso analógico y digital a la vez.

La enumeración de obsolescencias institucionales podría continuar largamente. Nada de todo lo anterior deja de convivir con democracias que no logran superar niveles alarmantes de pobreza, con instancias de inseguridad y criminalidad que potencian fenómenos de exclusión social, con Estados nacionales débiles que no resultan capaces de emplear elementales herramientas de big-data para mejorar la gestión de lo público, con fenómenos de intermediación política territoriales que a menudo terminan desvirtuándose en modalidades punteriles.

Somos ciudadanos con un pie en diferentes milenios. El siglo XIX de la pobreza estructural escandalosa. Y el siglo XXI de la alucinación tecnológica que es a la vez oportunidad y riesgo. En tiempos pandémicos, vivimos la hibridez que obnubila la posibilidad de certeras prospectivas. Por un lado, se dan fenómenos de migraciones virtuales donde un trabajador calificado puede vender sus servicios de programación a la India sin moverse de su casa. Por el otro, la carestía y la escasez están determinadas por cuellos de botella en la cadena de suministros de chips, contenedores, materiales raros y conductores de camiones que se rebelan frente a condiciones laborales degradantes. La inteligencia artificial puede servir para mejorar la predicción de enfermedades, reducir la brecha del sistema educativo, incluir financieramente a poblaciones rurales potenciar la productividad de las cosechas y eliminar la huella de carbono en múltiples industrias. Puede también significar un elemento de discriminación, profundización de prejuicios, conversión de los seres humanos en meros productos de consumo y reemplazo del ciudadano comprometido por una fiera individualista que solo busca su interés propio alejado de toda dimensión de fraternidad o solidaridad.

Necesitamos recrear una “democracia de la atención”. Que no resulte sojuzgada por estas nuevas modalidades de “distracción tecnológica y polarización cívica”, sino que resulte capaz de construir puentes de humanidad entre lo urgente y lo posible. No se trata de cultivar una “meta-democracia” donde primen la imagen de plástico, el tuit engañoso, la apariencia egocéntrica, el oportunismo mediático, el cortoplacismo de una transacción de ganancia fácil y riqueza efímera.

La democracia, tal como está, no está suficientemente equipada con los dispositivos adecuados para lidiar con este cambio tecnológico. O tenemos la audacia de repensar varias de sus instituciones y procedimientos con la misma creatividad que sus padres fundadores o veremos profundizarse su descrédito frente a la irrupción de nuevos fenómenos desatendidos. No solo se trata de atender el calentamiento climático global. El calentamiento político del descontento democrático global también presagia tormentas.

*Secretario de Asuntos Estratégicos de la Argentina. Presidente del Consejo Económico y Social.