La expansión del teletrabajo ha despertado los más disimiles augurios. Unos prometen un mundo de empleados felices. Otros nos alertan sobre un futuro distópico. Pero ambos comparten miradas erróneas acerca de qué es el teletrabajo y cuáles sus potencialidades.
El teletrabajo no es una nueva modalidad laboral, sino solo otro nombre para el trabajo a domicilio, una forma de trabajo tan antigua como el capitalismo. Esta aparece antes que la Revolución Industrial, cuando empresarios les encargan a pobladores rurales el procesamiento de sus mercaderías. Luego, con el desarrollo de grandes talleres y fábricas, en las ciudades se forman barrios enteros de obreros que trabajan a domicilio para estos establecimientos. Siempre que el empresario puede, disloca el proceso productivo y lo lleva al hogar del obrero para ahorrar costos de instalaciones y debilitar la organización sindical.
El teletrabajo no es más que la aplicación del trabajo a domicilio a nuevas actividades mediante el uso de la computadora. Su campo de acción privilegiado está en las actividades de oficina, antes poco alcanzadas por la mecanización o la división de tareas. Afectó también a otros sectores, como el diseño gráfico o la programación. Sin embargo, el teletrabajo no puede expandirse a cualquier actividad. En la actualidad no hay forma de que el mundo se mueva a teletrabajo, de ahí las dificultades de la cuarentena y los reclamos empresariales por su flexibilización. Incluso, allí donde el teletrabajo es posible no siempre es deseable para el empresario. En trabajos simples, fragmentarios y fácilmente mensurables como el de data entry la actividad puede ser fácilmente trasladada al domicilio del obrero y controlada por el pago a destajo (según cuántos datos cargás, cuánto cobrás). En tareas más complejas, esto no siempre es posible y el empresario puede preferir reunir a los trabajadores donde pueda controlarlos mejor. Además, gran parte de las ventajas que el trabajo a domicilio ofrece al empresario se esfuman cuando los trabajadores se organizan. En esos casos, los obreros pueden demandar y conseguir condiciones laborales equivalentes a las del resto de los trabajadores y el pago de los insumos de trabajo por parte de la patronal.
Una de las actividades que no puede desarrollarse mediante el teletrabajo es la enseñanza de masas. No hablamos aquí de clases individuales o posgrados. La actividad educativa es una tarea no mecanizada y con escasa división de tareas (las computadoras solo actúan en este caso como herramientas auxiliares del trabajo humano y no como máquinas que lo remplazan). Su productividad depende de cuántos estudiantes pueden ser instruidos por un docente. En este punto, la enseñanza presencial reviste una gigantesca ventaja sobre la enseñanza a distancia. Además, en términos cualitativos, la multiplicidad de interacciones que se producen en forma simultánea en una clase presencial por el momento no pueden reproducirse en encuentros sincrónicos online. Por eso, cualquier enseñanza a distancia demanda más tiempo de trabajo y obtiene un resultado más pobre, más allá del esfuerzo realizado. Por eso, el pasaje permanente a una enseñanza de masas a distancia es hoy inviable. Entonces, en vez de especular sobre escenarios inciertos de la pospandemia, deberíamos enfocarnos en los problemas concretos de hoy. Sabemos que en ningún caso se llegará a equiparar las clases a distancia con las presenciales, pero ¿qué recursos en nombramientos docentes adicionales, equipos, conectividad, etc., puede proveer el Estado para que la enseñanza a distancia pueda desarrollarse en mejores condiciones y la distancia no sea tan abismal? ¿Qué regulaciones laborales podemos establecer durante la emergencia para que el costo de la menor productividad del teletrabajo educativo no lo pague el docente con su salud física y mental?
*Historiadora, docente UBA y miembro del Ceics-Razón y Revolución.