OPINIóN
lucha armada

No matarás: violencia política en los ‘70

Primera de una serie de notas sobre la guerrilla que marcó dos décadas del siglo XX, vista a través de sus protagonistas. Aquí, el dilema entre el martirio revolucionario y matar por la causa.

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Rucci. La conducción de Montoneros preguntó a sus bases si hizo bien en ordenar su muerte. Pero ya no era posible revivirlo. | cedoc

“Aníbal”, un ex “oficial” montonero que pasó ocho años en la cárcel, cuenta: “Dos días después de lo de Rucci, en reunión de ámbito de oficiales de La Plata, la responsable nos dice: ‘Lo de Rucci fuimos nosotros y la conducción quiere conocer la opinión de los compañeros hasta este nivel”. Se hizo un embarazoso silencio y uno de los compañeros dijo: “Y si no estamos de acuerdo... ¿lo vamos a revivir?”. Esa frase me ha dado vuelta en la cabeza durante años, porque encierra la clave política de la lucha armada”.  

A veces una frase dicha desde el más puro sentido común abarca el contenido de varios ensayos literarios, y creo que esta es una: “Y si no estamos de acuerdo... ¿lo vamos a revivir?”.

Carta abierta y debate. En 2004, el filósofo y poeta Oscar del Barco publicó en la revista cordobesa Intemperie su carta abierta “No matarás”, que originó un profundo debate entre intelectuales y militantes de la época.  El origen de la carta fue el testimonio de Héctor Jouve, uno de los sobrevivientes del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), dirigido por Ricardo Masetti, que operó en Salta en 1964. Jouve relató que los militantes Adolfo Roblat, alias “Pupi”, y Bernardo Groswald, fueron fusilados por orden de  Masetti por haberse quebrado física y emocionalmente al no resistir el esfuerzo de la selva.  Del Barco, quien había sido apoyo urbano del EGP, asume como propia la “culpa del asesinato de Pupi y Bernardo”. 

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La acción política siempre está sometida al error.  Perón decía que “el que quiera conducir con éxito tiene que exponerse; el que quiere éxitos mediocres, que no se exponga nunca; y si no quiere cometer ningún error, lo mejor es que nunca haga nada”. 

Quienes participamos en política vivimos cometiendo errores. Los errores siempre conllevan costos o consecuencias, que generalmente pueden tener algún tipo de reparación. Lo único irreparable es la muerte, propia o ajena.

Cuando la acción política toma el camino de la lucha armada, los errores políticos se transforman en errores militares y los errores militares tienen costo de vidas. En los 70, algunos grupos políticos se transformaron en organizaciones político-militares; y los errores políticos fueron teniendo costos en vidas cada vez más altos. La muerte se presenta irreparable desde lo político y desde lo ético. Y en este caso lo ético es esencial por cuanto es lo que diferencia a un revolucionario de un soldado, de un mercenario o de un delincuente común.

Una cosa es disparar un arma contra un dictador o un reconocido torturador, o disparar en un enfrentamiento; otra contra un policía parado en una esquina. El extremo es tener que disparar contra un compañero porque incumplió una regla. Todo esto pasó en los 70, y quienes fuimos protagonistas de la época tenemos el deber moral de afrontar estos debates con una actitud adulta y reflexiva.

En mi nota anterior, “El odio, Francisco, las grietas y los setenta” (bit.ly/odio-francisco-setenta), intenté mostrar que en 1969 y 1970, dictadura de Onganía, cuando gran parte la juventud de clase media se volcó a la militancia, no hubo odio alimentando esa lucha, sino bronca contra la injusticia y el deseo positivo de búsqueda de un mundo más justo. Pero marqué expresamente esa fecha, porque sí hubo confrontaciones de odio en 1955.  Y, en los 80, cuando se descorrió el velo del terrorismo de Estado, la sociedad manifestó una profunda repulsa hacia los dictadores y sus cómplices que hasta hoy se mantiene.  

El contexto histórico. Al hablar de actos de violencia política es necesario situarnos en el contexto histórico en el cual se produjeron. La Constitución Nacional en su artículo 36 consagra el “derecho de resistencia” ante los gobiernos de facto. El primer acto de violencia lo realizan quienes quiebran el orden constitucional mediante el golpe de Estado, y por ende cualquier resistencia pacífica o violenta de los ciudadanos goza de legalidad y legitimidad.  

En determinados contextos históricos, el crimen político, el magnicidio, no solo tendrá legalidad, sino además gran legitimidad moral. Pongamos por caso que alguno de los cinco atentados que se intentaron contra Hitler hubiese tenido éxito. Sus autores, lejos de aparecer como criminales, hoy serían considerados héroes. 

La independencia de América no hubiese sido posible sin el alzamiento en armas de los patriotas que un día decidieron emprender esa lucha. 

De 1955 a 1983, período que nos ocupa, hubo una sucesión de dictaduras militares, seguidas de dos períodos seudoconstitucionales (Frondizi e Illia), donde el más importante sector político, el peronismo, estuvo proscripto. El primer gran acto de terrorismo lo realizaron aviadores navales el 16 de junio de 1955, con su bombardeo al centro de Buenos Aires que dejó un saldo de 400 civiles muertos. En 1956, el dictador Pedro Eugenio Aramburu ordenó fusilar a 29 ciudadanos, entre civiles y militares, y hasta el momento de su muerte ningún tribunal lo había juzgado por esos 29 asesinatos. 

Por ello lo primero es analizar en qué contexto histórico se dan los actos de violencia política. Luego vendrán otros tipos de análisis políticos y éticos que son los que intento poner en la mesa del debate, debate que reconozco sumamente complejo, porque cuarenta años es poco tiempo; las heridas de las víctimas y sus familiares aún siguen abiertas. Y muchos de los protagonistas de estos hechos viven y participan de esta discusión. Por lo tanto, la emocionalidad es un componente inevitable en este tipo de análisis. 

Como la complejidad del tema escapa de los textos monocordes que existen sobre guerrilla setentista (a favor y en contra), es imposible agotarlo en una o dos notas. Por lo tanto, mientras El Observador tenga la gentileza de publicarme, podré extenderme lo necesario. Al final de esta nota sugiero algunos textos que considero abordan con seriedad estos temas.

 El martirio revolucionario. Los participantes de la lucha armada en los 70 provenían mayoritariamente de dos corrientes de pensamiento: el catolicismo tercermundista y la izquierda marxista procubana. 

Para un cristiano “el martirio es un don, es una gracia. Morir mártir es, ante todo, una gracia que el Señor otorga a quienes quiere en modo muy especial”.

Para un marxista como el Che, “en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte bienvenida sea (…) morir bajo las enseñas de Vietnam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos (…) será igualmente glorioso y apetecible”. Para un cristiano es “un don, una gracia”, para un marxista es “glorioso y apetecible”. El martirologio no genera un conflicto moral ni ético. Pero la idea de lucha armada contenía además (al menos en teoría) la convicción de que si era necesario habría que matar por esa causa. Esta segunda parte de la convicción ya no es tan clara de resolver moralmente. La decisión de usar la violencia contra el otro, llegando a su eliminación física, es un acto para el cual nadie nace preparado; y menos alguien que se formó en los principios cristianos de amor al prójimo. El padre Carlos Mugica decía: “Estoy dispuesto a morir, pero no a matar”. Eso le costó críticas de su ex discípulo Mario Firmenich. 

El psicólogo de Montoneros. Voy a cerrar esta primera nota con una anécdota que es una buena pintura de época. Preservo su nombre porque hoy es una dedicada abuelita que no querrá que sus nietos se enteren por mí. La llamaré Clara. Joven católica practicante y casada con un alto jefe montonero también de origen católico, Clara tenía grandes contradicciones morales con la idea de hacer daño a un semejante. Esto se reflejaba en las prácticas de tiro que estaba obligada a realizar. Digamos que no acertaba ningún blanco. El instructor, ya desahuciado con su alumna, entendió que su problema no era la falta de pulso, sino su negación interior. Entonces decidió enviarla al psicólogo de la organización. Clara cuenta: “Después de escucharme, el psicólogo me propuso una terapia inédita. Me dijo que debía ir a un basural y disparar a los perros hasta matar alguno. Ni loca yo iba a matar a un perro. Yo tenía claro que mi vocación no tenía nada que ver con la violencia, y que nunca podría ser una buena combatiente”.

Textos sugeridos. Para aquellos a quienes les interese profundizar menciono algunos textos. Conversaciones en el exilio, de Cacho el Kadri y Jorge Rulli; Conversaciones con Juan Gelman”, de Roberto Mero; os “papeles de Walsh”; los textos de Pilar Calveiro, Claudia Hilb, Ana Longoni y la investigadora chilena Olga Ruiz; la revista Lucha Armada en la Argentina, dirigida por Sergio Bufano y Daniel Rot. Seguramente hay algunos más que no recuerdo o no conozco.

*Autor de Salvados por Francisco y La Lealtad. Los montoneros que se quedaron con Perón.