Uno de los rasgos del mundo actual es la permanente transformación y la abrumadora cantidad y velocidad de cambios. Es interesante observar cómo estos cambios impactan en el sistema político. Para ello, primero hay que despejar el camino de mitos urbanos y abordar el tema con precisión conceptual. Es una falacia afirmar que en la democracia argentina gobierna la mayoría. Esto no es así. Al menos no necesariamente.
La Constitución Nacional establece que cuando la fórmula que resultare más votada en primera vuelta, hubiere obtenido más del 45% de los votos, sus integrantes serán proclamados como presidente y vicepresidente de la Nación. También explicita que en los casos en los que no se logre el 45%, la fórmula que hubiere obtenido el 40% por lo menos de los votos y, le saque una diferencia mayor de 10 puntos porcentuales al segundo, será proclamada ganadora. Si la diferencia entre primero y segundo es menor a 10 puntos, habrá balotaje. Lo anterior deja bien claro que gobierna la primera minoría. Cristina Fernández en 2011, logró ser mayoría (obtuvo más del 50% de los votos) pero esto fue un plus de legitimidad, no una condición legal necesaria.
Otra característica de la democracia argentina es que los partidos tradicionales ya no son suficientes para ganar elecciones. Deben tejer alianzas para llegar al poder. Técnicamente se conocen como partidos catch all. Estos nuevos espacios políticos han proliferado en los últimos tiempos, tanto a nivel nacional como provincial y municipal.
En la democracia argentina los partidos tradicionales ya no son suficientes para ganar elecciones
Ahora bien, si bien los votos están diseminados, lo cierto es que hay un solo poder, que es del pueblo. Pero hay instituciones y poderes para canalizarlo y ordenarlo. La Argentina necesita una Democracia republicana y una República democrática. Duele advertir que a algunos les agrada la República pero no quieren el voto universal. El argumento de esta triste postura antidemocrática es tan precario como grosero: "cómo ese tipo pobre sin estudios tiene el mismo voto que yo que soy universitario y que pago impuestos". Este pensamiento clasista y retrógrado aún está presente en algunos corazones, lo cual es preocupante porque son pasos de involución ciudadana.
El cambio tecnológico y la revolución de las comunicaciones impactan con fuerza en la democracia y en las campañas electorales. El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos es una evidencia contundente de este fenómeno. Hoy la práctica del "seguidismo" en las redes es habitual. Se pensaba que estos medios alternativos se alimentarían de los medios tradicionales, pero sucede lo contrario: muchas primicias tienen lugar en las redes y posteriormente los medios se hacen eco. Es cierto que la revolución de la comunicación no construye valores pero sí agenda, es decir, altera las prioridades. Estas metamorfosis permiten observar políticos desorientados caminando por una ruta, cuando la sociedad va por otra.
Duele advertir que a algunos les agrada la República pero no quieren el voto universal.
El politólogo argentino Guillermo O'Donnell, acuñó el concepto de un nuevo tipo de democracia. La denominó “delegativa”. Si bien es una práctica democrática porque surge de elecciones libres, estos líderes suelen creerse todopoderosos. Los gobiernos delegativos están convencidos de que por haber sido votados, tienen pleno derecho a decidir lo que al país le conviene y consideran que cualquier tipo de control (Congreso, Poder Judicial, auditorías) es un obstáculo innecesario. Otra peculiaridad de este tipo de gobiernos, es que pasan rápidamente de una alta popularidad a una impopularidad generalizada. Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis y a medida que pasa el tiempo se van encerrando en una especie de secta. Cuando empieza el desencanto social, primero profundizan su enojo con los herejes, luego van por “los tibios” que no se juegan y luego se enojan con ex aduladores mercenarios devenidos en “ingratos”, que progresivamente se van corriendo de las fotos.
El deber de un estadista es entender por qué se producen los problemas, tener la capacidad de diagnosticar empíricamente la realidad y proponer soluciones estructurales. Hoy el principal valor agregado es el conocimiento, por tanto si formamos lo que debemos formar, será una inversión social. Es decir, es necesario promover el conocimiento que el mundo demanda. La inversión en tecnología y ciencia que requieren los Estados del siglo XXI, no se condice con los recortes efectuados al CONICET y los inconvenientes económicos que atraviesan las universidades públicas de la Argentina. La educación y el conocimiento son las principales herramientas de movilidad social ascendente. Constituyen las llaves de inserción del país en el mundo, la fuente de valor agregado. Son banderas que no deberían arriarse.
La inversión en tecnología y ciencia que requieren los Estados del siglo XXI, no se condice con los recortes efectuados al CONICET y los inconvenientes económicos que atraviesan las universidades públicas de la Argentina.
Alexis de Tocqueville, en su obra La Democracia en América, en la que analiza la democracia norteamericana, expresa: “Entre las cosas nuevas que durante mi permanencia en los Estados Unidos, han llamado mi atención, ninguna me sorprendió más que la igualdad de condiciones”. “Ahora bien, no sé más que dos maneras de hacer prevalecer la igualdad en el mundo político: hay que dar derechos iguales a cada ciudadano, o no dárselos a ninguno”.
La igualdad de oportunidades es una condición para combatir la inequidad, que más temprano que tarde se transforma en violencia. Disminuir el déficit fiscal es un objetivo del gobierno, pero también debería enfatizar en reducir la inequidad. Porque repito, cuando la brecha entre ricos y pobres se incrementa, la violencia trota por las calles y adquiere un lamentable protagonismo. Una pesquisa del Banco Mundial efectuada en dos mil municipios de México, reveló que las localidades con menos desigualdad presentan una tasa de crimen menor. Un tomador de decisiones serio, se rinde ante la evidencia.
Cuando la brecha entre ricos y pobres se incrementa, la violencia trota por las calles y adquiere un lamentable protagonismo.
La eficiencia social es una variable que merece mayor atención en la democracia moderna, porque una mala gestión de gobierno también genera espacios propicios para el caos. No hay que mirar para otro lado, la mala gestión –aún cuando sea honesta–, también daña al pueblo.
Una encuesta propia realizada en el territorio nacional en julio, reveló que las principales demandas de los argentinos son las dificultades económicas y la inseguridad. Otro cantar es el espacio que le dedican a algunos temas los medios de comunicación. No hay que confundir “opinión pública” con “opinión publicada”. Esta última es la opinión de un sujeto cognoscente, sesgada y no necesariamente es representativa de la sociedad. La opinión pública, en cambio, se estudia con métodos científicos, no con opiniones basadas en percepciones.
La corrupción, por ejemplo, que es un tema central en los medios, no le interesa a la mayoría de las personas. Duele decir, que es sólo una minoría la que se enfurece e indigna con este tema. Una evidencia de este triste fenómeno social, es que los candidatos que se mostraron como paladines de la honestidad y la anticorrupción, en elecciones presidenciales de la Argentina, no superaron el 3% de votos en las urnas.
Los candidatos que se mostraron como paladines de la honestidad y la anticorrupción, en elecciones presidenciales de la Argentina, no superaron el 3% de votos en las urnas.
La mediatización de la justicia no resolverá los problemas que las ollas vacías gritan. Es positivo bajar los costos de corrupción pero generando empleo y con salarios dignos. Debemos pensar la democracia como un modelo integral. El empleo, la pobreza y la actividad económica retroceden en Argentina. La devaluación y la reducción de retenciones polarizan el ingreso y potencian la desigualdad, lo que fractura más el tejido social. La teoría del derrame –que tuvo un fracaso escandaloso en la década de 1990– ni gotea en la tierra del tango y el fútbol. Los robos no bajan.
En la Argentina, la tasa de robo cada 100 mil habitantes duplica la tasa promedio del hemisferio. Según un informe que publicó el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2013), la Argentina es en promedio el país con más robos de América Latina, seguido por México y Brasil. Con una tasa de 973,3 robos cada 100 mil habitantes, Argentina figura primero en el ranking, mientras que México con 688, Brasil con 572,7 y Uruguay con 456,6 lo siguen. También un informe de la OEA (2012), reveló que la tasa de robos en la Argentina fue de 973 cada 100 mil habitantes, cuando el promedio en el continente era de 456 cada 100 mil habitantes. El Ministerio de Seguridad de la Argentina confirmó recientemente, en 2018, que la tasa de robos en el país en 2017, fue de 991 cada 100 mil habitantes. Es decir, creció con respecto a los datos esgrimidos por la ONU y la OEA. Tal vez esto explique mejor la elevada sensación de inseguridad que se respira.
La Argentina es en promedio el país con más robos de América Latina, seguido por México y Brasil
En este contexto de fragmentación social, fanatizar a los fanáticos es sumamente peligroso. Puede ser útil en términos electorales, pero no hay que jugar con fuego. Fomentar movilizaciones sociales fanatizadas por doquier, es peligroso. Un solo desborde puede ser la antesala de una avalancha de violencia urbana. No hay que pisarle la cola al diablo, ni nombrarlo tan fuerte. Los descontentos sociales regados con fanatismos y exclusión, suelen ser terrenos fértiles para la violencia. La contención e inclusión social es la mejor política de seguridad.
El desafío del peronismo (aún fragmentado) es volver a enamorar al electorado con propuestas modernas. El mundo cambió mucho en poco tiempo, por tanto, es infantil pretender seducir a los ciudadanos con las mismas propuestas que hace una década y con el mismo relato al que el tiempo le esfumó el encanto. En democracias como la argentina, el desafío de un político y sus asesores, es elaborar propuestas atractivas y sustentables que enamoren al electorado y sean ejecutables. No se trata de reemplazar ideas por imágenes, se trata de hacer comunicables las ideas, con planes sustentables. Si sólo se diseñan bellos eslóganes publicitarios incumplibles, más temprano que tarde la bomba estallará y causará severas lesiones en la sociedad –que se decepcionará una vez más–. También impactará en la legitimidad del partido que hizo promesas incumplibles. Pareciera que la democracia representativa y la democracia delegativa desarrollada por O'Donnell han dado paso a algo nuevo: la “democracia delirante”. Esta novedosa categoría, se caracteriza porque los actores políticos compiten haciendo propuestas irreales pero que generan elevadas expectativas en la gente. La fórmula pareciera ser “cuanto más delirantes las propuestas, mayor impacto”. Esta estrategia, que puede ayudar a juntar votos en un momento puntual, siempre es derrotada por el paso del tiempo, cuando la realidad quita las vendas de los ojos del pueblo.
Las nuevas propuestas deben servir para solucionar problemas reales de la gente. Deben ser proyectos de políticas públicas concretas, tangibles, entendiendo las prioridades y demandas actuales de la sociedad. Hablar de política en términos genéricos, no seduce a nadie. Tratar de imponer un candidato a los gritos y empujones, lejos de sumar, resta. Si la intención es sumar nuevos segmentos a las filas propias, profundizar los colectivos “ellos” y “nosotros”, tampoco es un buen camino.
En las democracias contemporáneas, el método científico es ineludible. Los mitos y falacias de los políticos tradicionales que creen saber lo que la gente quiere, es tan rudimentario como obsoleto. En el mejor de los casos, sus percepciones netamente subjetivas, son meras hipótesis propias de un sujeto cognoscente, que deberán ser contrastadas empíricamente, mediante el uso del método científico. Así como los fantásticos avances de la medicina no pueden mezclarse con “brujería”, la política se estudia, se observa, se analiza y se piensa con rigor científico. Los estudios cuantitativos y cualitativos son herramientas que permiten conocer las peculiaridades de una sociedad determinada. Las encuestas, los focus group, las entrevistas y la observación directa, permiten obtener radiografías sociales para diseñar estrategias políticas. Sin diagnóstico no hay plan serio ni viable. Y no existe un buen medicamento para un mal diagnóstico.
En un contexto nacional caracterizado por la falta de honestidad y la incapacidad de gestión, el ex presidente Eduardo Duhalde, rápido de reflejos, confirmó la candidatura presidencial de Roberto Lavagna para el 2019. El ex Ministro de Economía reúne justamente esas virtudes, según las encuestas: capacidad, experiencia y honestidad. A eso obedece su importante imagen positiva. Lavagna posee un valor agregado muy ponderado: su transversalidad. Su figura trasciende las barreras ideológicas. Su nombre es como mínimo aceptable en diversos segmentos. Otro caso similar es Marcelo Tinelli, quien ya entró en el radar de distintos espacios políticos que advierten esta peculiaridad del conductor de television. Roberto Lavagna despierta especulaciones electorales porque un frente comandado por él, podría traccionar votos peronistas, votos radicales, votos de desencantados con Cambiemos y votos independientes que ven en el economista un estadista.
La ejemplaridad ha vuelto a ser un valor interesante para analizar. Es una virtud necesaria para la vida en sociedad (no sólo en la política) pero no abunda entre los que se dicen pertenecer a la erróneamente denominada “clase política”.
Valga finalmente este espacio, para recordarles en voz alta a todos los políticos, que es mejor ser una buena persona que un mal político. Por el bien de la Patria y la democracia.
(*) El autor es Director del Diplomado en Gestión de Gobierno de la Universidad de Belgrano; consultor político y autor del libro Postales del Siglo 21.