El acompañante terapéutico apareció por una necesidad, cuando no había quién pudiera acompañar a un paciente en su proceso de reinserción social, desde hacer un trámite hasta enfrentar una fobia, reaprender un hábito, conversar sin dificultad; alguien que supiera cuál era la herida y cómo proporcionarle alivio.
Hubo un extenso recorrido de lucha hasta llegar al reconocimiento del lugar que ocupa el acompañante terapéutico en la clínica actual. Y en esa lucha está su diferenciación. Las nuevas corrientes psicológicas y sociales, conociendo los efectos, fueron hacia las causas. Reconocieron que existen trastornos mentales que no encuentran una causa material ni un origen orgánico. Su padecer anida en el corazón de cada persona. Sin embargo, son curables mediante la palabra y el acompañamiento.
Fue necesario aceptar las subjetividades y adentrarse en lo inconsciente; destacar que existe un síntoma propio de cada sujeto, un padecimiento que no puede ser sólo estandarizado, y que hay una pregunta particular, la cual hace foco en la singularidad y se elabora mediante un otro significativo y la construcción de un diálogo.
Cada paciente, desde su problemática, necesita un abordaje específico. Es ahí donde el acompañante terapéutico se afianza en su labor de erigir un nuevo escenario de contención desde una mirada integradora.
La inclusión del acompañante terapéutico, como estrategia, en un tratamiento promueve la creación de un lazo distinto para que el paciente reaprenda una forma nueva de relacionarse con los demás. Esto no sólo facilita la adaptación al mundo social por medio de una comunicación más efectiva, el aprendizaje de habilidades sociales y la modificación de los comportamientos nocivos. También, potencia la parte sana de la personalidad.
Ante la carencia de contención familiar y social, su participación es clave, dado que establece un lugar de diferenciación dentro del ámbito vincular y terapéutico del paciente. Funciona como organizador de una información precisa sobre lo cotidiano y lo vivencial, porque forma parte de la cotidianidad de la persona y su entorno. Se integra, además, a la red familiar para detectar sus disonancias.
No es un amigo, pero puede semblantear su lugar mediante la creación de un espacio de confianza. No es el cuidador, pero establece normas de autocuidado, ubica límites y propone rutinas que fortalecen la conciencia de enfermedad. No interpreta sueños, pero colabora en el despliegue de la palabra y sus intenciones no son irrelevantes, ya que dispone de las estrategias terapéuticas que hagan falta.
Psicología: la mirada electrónica
Es quien colabora y se afianza en su función de sostén de un tratamiento, de una rutina posible. Construye de manera compartida un espacio neutral y de transición que apunta a la libertad y a la autonomía y, por su contención específica, representa un puente desde la enfermedad hacia la salud. Tiene que adaptarse a cada paciente, manteniendo una distancia óptima sin volverse lejano, y ofrecer una posición empática dentro de una escucha abierta y sin prejuicios. Es quien puede, además, proponer otro enfoque y asignar una lógica diferente en un aprendizaje que se retroalimenta a diario mediante tareas compartidas. Conoce el funcionamiento de los diagnósticos, está actualizado en la medicación y en sus efectos, y contribuye con información diaria al trabajo en equipo.
El campo de la clínica se ha complejizado. Crecen las ansiedades, las dependencias, la fragilidad de las relaciones, los miedos y las hostilidades. Cada vez más se necesita el recurso humano de asistencia y de ayuda. Cuando la red familiar se resquebraja, el acompañante terapéutico se aboca a la reconstrucción de ese tejido social trunco y puede hacer de soporte del yo fragmentado. Está advertido sobre el manejo de la transferencia y sus vicisitudes.
La inclusión del acompañante reavivó el debate ante el desamparo institucional y las marcas de la soledad, en una sociedad cada día más y más excluyente. El sistema de salud actual contiene profundas fallas institucionales, pero desborda de valor humano. La complejidad de la clínica exige afianzar el conocimiento y la comprensión global de la persona.
El acompañante terapéutico cuenta con amplios campos de realización para el desarrollo de su práctica, la cual cobra enorme importancia en una sociedad que acepta sólo a los que se adaptan a ella. Se lo solicita en el campo jurídico como herramienta de revinculación; en el educacional, como parte de la integración y del desarrollo psicoafectivo del niño; en el de las patologías del impulso y, especialmente, en el abordaje de las adicciones. También está preparado para resolver las urgencias de una persona en crisis o que sufre un estado de profunda soledad.
Su rol y funcionamiento en el ámbito de la salud hacen que sea reconocido por su formación académica y por su responsabilidad ética dentro de un marco legal ya regulado oficialmente, dado que constituye una profesión jerarquizada.
El acompañante terapéutico responde con su accionar a la demanda del paciente y le propone: “Quiero lograr la alianza y la adherencia terapéuticas que tanto cuestan; quiero establecer un acuerdo compartido de objetivos y tareas, motivar al cambio, facilitar la expresión de tus preocupaciones y sentimientos negativos ante el desgano y el miedo a lo nuevo; quiero que llevemos un registro de tus estados emocionales y de las conductas que te dañan, de tu sueño y de tu angustia; quiero acompañarte y que trabajemos juntos, para que un día no me necesites más”.
Por Laura Boiero, psicóloga clínica especialista en adicciones y profesora de la carrera de Acompañante Terapéutico de la Universidad de Belgrano.