Hace pocos días, José Natanson trató el tema de la licencia ambiental en la revista Anfibia. En su nota, además de denostar al movimiento socio-ambiental (al que califica de “ambientalismo bobo”), reclama un diálogo entre economía y ambiente, pero partiendo de que la explotación de recursos naturales es un “consenso del campo popular que no se puede poner en discusión”. De este modo, cuestiona el uso de la licencia social y afirma -erróneamente- que no está incluida en la ley vigente.
La licencia social es una idea que viene creciendo desde hace años en movimientos socioambientales de todo el planeta. Propone que las comunidades que puedan verse afectadas por un emprendimiento sean incluidas en las decisiones que se tomen al respecto.
Hace años que estoy interesado en el tema y en su aplicación en la vida democrática y por eso al leer la nota de Natanson, más allá de su postura, la celebré. Porque registra la relevancia de un asunto que en general no está en la discusión de los medios masivos. Desde la vereda opuesta, sostendré no solo no es una mala idea, sino que es una consecuencia lógica del pensamiento democrático. Además, voy a marcar que es inexacto que la licencia social no esté contemplada en el entramado institucional o legal argentino.
Dos argumentos. Vamos a analizar los argumentos principales que Natanson esgrime, los cuales, pasados en limpio, son:
◆ La explotación de los recursos naturales es un consenso del campo popular.
◆ La idea de la licencia social tiene “problemas”: no está claro quién la ejerce”; es difícil establecer “la jurisdicción que tomaría la decisión”; sus límites son “borrosos”; una vez decidida, “¿cuánto tiempo rige?”; etc.
El primer argumento sostiene que existe un respaldo masivo y general (que califica como “consenso del campo popular”) a una economía basada en la explotación de los recursos naturales de nuestro territorio nacional. El segundo argumento impugna un mecanismo que pone en evidencia si un emprendimiento (industrial, extractivo, o de otro tipo) cuenta o no con consenso de la comunidad a la que va a afectar.
Podemos ver una evidente contradicción entre ambos enunciados: en uno se postula la existencia de un consenso que jamás fue explicitado formalmente y pese a eso representa “los intereses del pueblo”; y en otro se objeta que ese mismo pueblo pueda expresar su voluntad acerca de iniciativas que lo involucran.
En un artículo publicado el año pasado en Lexology, un abogado del estudio jurídico Marval O’Farrell Mairal (que se ufana de ser “el más grande de la Argentina, y líder en Latinoamérica”) se hacía las mismas preguntas respecto de los “problemas” de la licencia social. Incluso utilizaba la expresión “límites borrosos”, como Natanson en su nota. Esto no invalida la argumentación, por supuesto. Pero es bueno saber de dónde proviene.
La idea subyacente es que la comunidad, el pueblo, la gente, no está en condiciones de tomar decisiones adecuadas a sus intereses. Y, en cambio, hay expertos que sí saben interpretarlos en su lugar, y por ende pueden (o deben) tomar las decisiones en su reemplazo.
Esa forma de ver las cosas es parte de la definición de elitismo.
Hay un tercer argumento que no es explicitado y -en mi opinión- es tanto o más relevante que los anteriores. Podría formularse así:
◆ A estos temas -minería, políticas energéticas, economía, ambiente- no los puede resolver la comunidad: se necesita un diálogo de expertos.
En otras palabras, se necesita que “la economía” dialogue con “el ambiente”. Los expertos, no las comunidades. Esta es la verdadera discusión. El autor lo reconoce cuando señala que “en el fondo, la cuestión alude a un viejo problema democrático: la articulación entre los mecanismos de la democracia directa (plebiscito, referéndum, asamblea, licencia social) y las instituciones de la democracia representativa”.
Por eso celebro la nota de Natanson. Quizás sea un indicador de que comenzamos a hablar en serio. Y acá debemos hacer un pequeño rodeo e irnos hasta Platón.
Platón contra la licencia social. Hace más de 2.400 años, Platón ideó un argumento fuerte contra la democracia, que en filosofía se conoce como la “analogía del oficio”. El razonamiento es más o menos así: cuando alguien está enfermo recurre al médico para que le aconseje, no a una asamblea barrial. La salud de un Estado no es menos importante que la de un individuo y, por eso, argumentó Platón, la política debe estar en manos de expertos y no del pueblo, del demos. Para él, la multitud no podía, por más ciudadanos que fueran, opinar sobre los temas importantes. Tampoco elegir gobernantes. Todo eso es cuestión de los expertos. Y es en base a la opinión experta que el gobernante decidirá. Así, en la República termina proponiendo un “rey filósofo” (vaya ego: Platón creía, en el fondo, que solo él estaba en condiciones de gobernar sabiamente).
Ese razonamiento elitista subyace en distintas formas de gestionar lo público: la ciudadanía es poco más que un menor de edad que debe ser guiado en su camino. Tanto populistas como liberales coinciden con Platón: son decisiones para expertos. Y cada corriente tiene los suyos (que en, algunas cosas importantes, no tienen fisuras, para no usar la palabra grieta, tan ajada).
El argumento de Platón fue tan poderoso que aún hoy permea el debate. Sin embargo, hay una noción contemporánea ineludible que lo invalida y desarticula: la autonomía. Esa idea da pie al “consentimiento informado”: la decisión final en cualquier procedimiento médico es del paciente. La ley establece un procedimiento formal para garantizar su voluntad, y reconoce que como pacientes siempre tenemos derecho a buscar una segunda o tercera opinión. Porque los médicos, como cualquier otro experto, pueden disentir en sus diagnósticos y soluciones diferentes, pero por ley, la decisión es nuestra. No del médico, sino del paciente, o, si seguimos con la analogía de Platón, de la comunidad.
Es por eso que el argumento de Platón, revisado a la luz del consentimiento informado, se viene abajo: los expertos pueden indicar lo que habría que hacer según su mejor y más honesta opinión. Pero la decisión final es de la ciudadanía.
Preguntitas. Desactivado entonces el tercer argumento, volvamos a los dos primeros. Ya vimos que son contradictorios. Natanson asegura que hay un consenso implícito. Se podría decir que es indirecto: las personas votan a políticos que sostienen la explotación de los recursos naturales como estrategia de desarrollo económico (no importa a qué partido. Tanto el gobierno actual como el anterior apuestan a Vaca Muerta o la minería.) ¿A quién se le ocurre cuestionar semejante “consenso del campo popular”? Es “evidente” que no hay otros modos de vivir, ni de producir riqueza, ni de organizar una sociedad en el mundo actual.
Pero podemos preguntarnos ¿en serio es evidente? ¿No es precisamente eso lo que la humanidad se encuentra discutiendo frente a la crisis ambiental global, frente a la pandemia? ¿No es lo que en todo el mundo está siendo puesto en cuestión por movimientos sociales, científicos y científicas? ¿No es lo que acaban de pedir más de cien Premios Nobel?
También podemos preguntarnos acerca de los “consensos implícitos”. ¿Quién lo decidió? ¿Cuál fue el sujeto convocado a esa discusión? ¿Cuándo, mediante qué procedimiento? ¿Cuánto tiempo tendrá vigencia esa decisión? ¿Nunca más la debatiremos? Nótese que son casi las mismas preguntas que el abogado de las mineras -y Natanson- se hacen acerca de la licencia social.
La ley argentina. En 2012, la minera canadiense Osisko que exploraba en La Rioja, ante el fuerte rechazo de la comunidad anunció que sin licencia social no llevaría a cabo el trabajo. Y como el gobernador Beder Herrera no quiso impulsar la idea, prefirieron irse.
¿Por qué tomaron una decisión así? Porque en su país es lo habitual. Eso no lo cuenta Natanson: en el mundo “desarrollado”, el mecanismo se usa hace tiempo, y es condición para aprobar proyectos del tipo que se discute hoy en Chubut.
Natanson además afirma que la licencia social “no está contemplada en el entramado institucional argentino (no forma parte de la Constitución ni de las leyes nacionales)”. Veremos ahora que esa información es inexacta.
Existen tratados internacionales firmados por la Argentina que garantizan ese derecho. La Declaración de Río sobre Medio Ambiente y Desarrollo, de 1992, establece en su Principio 10 que “el mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda”, y obliga a los Estados a “facilitar y fomentar poniendo la información” al alcance ciudadano “la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones”. Nuestro país no solo es firmante: desde 2013 integra la mesa directiva del grupo de países que pide que se aplique el Principio 10.
En septiembre del año pasado, el Congreso de la Nación ratificó el Acuerdo de Escazú, que también incluye este principio en su artículo 7°, cuando establece “el derecho de la ciudadanía a participar en la toma de decisiones ambientales, especialmente cuando existan acciones que puedan tener un impacto significativo sobre el medio ambiente o para la salud de la población”.
Como es sabido, los tratados sobre derechos humanos que la Argentina ratifica pasan a tener jerarquía constitucional. De modo que se puede afirmar con certeza que el principio fundante de la licencia social, la idea que de la ciudadanía debe participar en la toma de decisiones que la afectan, ya está presente en nuestro entramado institucional.
Cuestiones técnicas y democracia. Por todo esto, es hora de dejar descansar en paz al argumento de Platón. Las decisiones no se pueden dejar a los “expertos”, entre otras cosas, porque tampoco se puede confiar en la ciencia y la tecnología para saber automáticamente qué es bueno. El diálogo de personas expertas (no solo economistas) siempre será propicio e incluso puede y debe establecerse como una condición del procedimiento de licencia social: un diálogo público, claro, a la vista de todos y todas, donde, en base a evidencia, se aborden las consecuencias del emprendimiento, ventajas y desventajas, riesgos, etc. Aunque ese diálogo no pueda proporcionar verdades diáfanas, cada posición podrá justificar abiertamente sus conclusiones y la ciudadanía evaluar propuestas en escrutinio público.
Sin un proceso de información, deliberación y consulta ciudadana, con la ciudadanía obligada a arrancarle la información a las empresas y a los gobiernos mediante recursos judiciales, las controversias seguirán irresueltas. En ese sentido, la licencia social es, además, un mecanismo para zanjar conflictos.
El camino difícil. Todas las preguntas que formula Natanson –y el abogado de mineras- sobre los supuestos problemas que entraña la licencia social son, en verdad, asuntos de sencilla resolución técnico-política, como se demostró en los pocos referendos que han tenido lugar en la Argentina (Esquel, Loncopué, etc). El problema no está en el mecanismo: el problema está en la hostilidad a esa idea de parte de la dirigencia argentina, que sigue pensando como Platón.
Hay distintas nociones de democracia. Para algunas personas, entre quienes me cuento, la idea profunda de democracia significa sencillamente que el destino común debe ser resuelto en común. Es decir, que nadie puede decidir por nosotros sin nuestro consentimiento. Que nadie puede tomar medidas que afecte nuestros intereses sin que participemos de esa decisión. Los mecanismos para lograrlo requerirán un amplio y necesario debate, pero creo que el principio está bastante claro.
Finalmente, les propongo un pequeño experimento mental. Supongamos que en un barrio residencial se enteran esta semana de que está por instalarse una empresa que contaminará el agua que la red lleva a su casa o el aire de la zona. Allí viven el abogado de la minera y Natanson. ¿Cómo actuarían? ¿Reclamarían que su opinión -y la de su comunidad- sea tenida en cuenta o dejarían la decisión en manos de expertos?
Sí, es posible que deliberar y decidir en conjunto suene difícil, engorroso, “borroso”. Es que la democracia es un camino difícil. El camino fácil es el de imponer decisiones a la fuerza, o a base de la ignorancia o el ocultamiento. Y ya lo conocemos. De sobra.
*Licenciado en Filosofía y periodista. Autor de Deliberación o dependencia. Ambiente, licencia social y Democracia deliberativa.