OPINIóN
ECONOMISTA DE LA SEMANA

Recrear con una agenda renovada la vocación reformista de los 90

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Recuerdo. Se cumplirán treinta años del lanzamiento de la convertibilidad. | cedoc

En febrero murió el Presidente Carlos Menem y el 1 de abril se cumplirán 30 años del lanzamiento del plan de convertibilidad de Domingo Cavallo. Las evaluaciones que se han escrito por estos días han tenido, en general, una ponderación a favor o en contra in totum. Para poder realizar un balance correcto consideramos necesario diferenciar la convertibilidad propiamente dicha de las reformas económicas y el modo efectivo en que las mismas fueron realizadas, a pesar de que históricamente fuesen procesos que se explican mutuamente.

Convertibilidad con tipo de cambio fijo atrasado. El tipo de cambio fijo con convertibilidad de la base monetaria fue el arreglo monetario-cambiario diseñado para terminar con los episodios de hiperinflación y lograr la estabilidad de precios (¡cómo se extraña!) pero como régimen permanente se convirtió en un lastre. Los economistas sabíamos que, cuando se mantiene el cambio fijo durante períodos largos, la economía tiende a generar desequilibrios crecientes en los precios relativos, que desembocan en desequilibrios externos insustentables. Esto es así porque, con cambio fijo, la consistencia macro de largo plazo implica que, para mantener la competitividad, la productividad de las actividades comercializables debe necesariamente crecer a la tasa que lo hace la productividad del resto del mundo sumada a la tasa de depreciación de sus monedas con respecto al dólar. Temerario, a lo menos. La ciencia y la experiencia confirman que los precios relevantes de la economía (tipo de cambio, tasa de interés, tarifas y salarios) no pueden ser fijados arbitrariamente por ningún burócrata sino son el resultado de múltiples complejidades de la estructura económica.

Las circunstancias en que se fijó el tipo de cambio, que determinó un atraso de inicio calculado en 30%, sumado a una apertura comercial externa de shock, tarifas de servicios públicos elevadas en dólares, fue agraviante para el sector transable y el empleo. Consciente de la sobrevaluación cambiaria de inicio, en 1991, el equipo económico habló de una reducción de precios de 30%, que nunca ocurrió; luego, intentó mejorar la paridad cambiaria con devaluaciones fiscales, devolviendo rentabilidad a las empresas en sectores transables con reducción de impuestos, que se mostró insuficiente para salvar la distorsión.

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Aspectos descuidados y cosas mal hechas. Pero no fue solo ese marco macro de precios relativos distorsionados; se sumó, también, lo que podemos denominar una importante cantidad de aspectos descuidados y cosas mal hechas, todo lo cual dio lugar a un fenómeno novedoso en Argentina: crecimiento económico con desequilibrios regionales y desempleo crecientes, que alcanzó niveles desconocidos.

Frente a la presión competitiva de una apertura de shock con atraso cambiario, la ausencia de una política de reconversión productiva y una política industrial y tecnológica integral, con la única excepción del sector automotriz, significó que sectores enteros tuvieran que reconvertirse a golpes de mercado, con costos enormes en términos de destrucción de capacidades productivas y tecnológicas.

Tampoco se contó con los institutos básicos de administración del comercio exterior, reglados por el antiguo GATT y la posterior OMC, como las salvaguardas, que permitieran evitar la destrucción de sectores enteros, cuando se produce amenaza de daño a la producción instalada, por incrementos abruptos de importaciones, al permitir disponer del tiempo necesario para la reconversión sectorial

La ausencia de una política activa de financiamiento que permitiera superar la falla de mercado de segmentación del sistema financiero, que denegaba acceso a financiamiento a las pymes en condiciones competitivas; el único financiamiento del capital de trabajo era con descuento de cheques y facturas, en las famosas “cuevas financieras”, a tasas desalineadas con un entorno de estabilidad de precios.

La ausencia de mecanismos de armonización de regímenes impositivos y fiscales y, menos aún, de armonización de políticas macroeconómicas en el Mercosur determinó que la maxidevaluación del real, en enero de 1998, generara una diferencia de competitividad insalvable, que derivó en un hecho novedoso: el éxodo de empresas a Brasil, es decir, la desinversión en Argentina y traslado a territorio vecino.

La no utilización del marco de defensa de la competencia, en momentos en que se vivía una gran revolución en materia de canales de distribución, con la llegada de las grandes superficies comerciales, hipermercados y supermercados, verdaderos oligopsonios, con poder de mercado frente a los proveedores industriales, y también un proceso de concentración en la producción y la provisión de servicios públicos por las privatizaciones.

La no aplicación de la legislación del compre argentino, “vigente pero en desuso” durante esos años, que posibilitara brindar un margen de preferencia en las compras públicas a los proveedores locales frente a los externos, práctica habitual en todo el mundo desarrollado para apalancar sectores productivos e innovaciones, a partir del poder de compra del sector público.

Una agenda de reformas económicas necesaria. A pesar de lo dicho, la agenda de reformas económicas de aquellos años (integración al mundo, reforma del estado, estabilidad de precios, economía de mercado) era correcta y, resignificándola con otros instrumentos y objetivos, es hoy más necesaria que nunca. La implementación defectuosa que se hizo de muchas de estas se explica por una mala lectura de la dirigencia local sobre los proceso de desarrollo y el contexto internacional ideológico de entonces, que descansaba en una confianza excesiva en la eficiencia del mercado como único mecanismo asignador de recursos en la economía, sin ningún resquicio para políticas activas. Fe en el mercado para conducir el proceso de desarrollo, difícil de imaginar hoy, sumado al corset rígido que implicaba la convertibilidad.

Nuestro país necesita recrear, con una agenda renovada y otros instrumentos, la vocación reformista que se evidenció en los ‘90s: el control de la inflación con mecanismos genuinos; la integración al mundo como parte de una estrategia de desarrollo; la reforma del estado con privatizaciones, que permita mejorar la provisión de bienes públicos, y la reducción del gasto público por racionalización del sobre-empleo a los tres niveles; reformas pro-mercado (como la desregulación de la economía y modificación del régimen laboral) que otorguen un marco adecuado para el desarrollo del sector privado.

También se requiere de un tipo de cambio competitivo y unificado para una integración al mundo virtuosa y de políticas activas para promover el empleo y la inversión en sectores estratégicos como parte de una estrategia de desarrollo.