OPINIóN
ANTE EL 17 DE AGOSTO

San Martín y sus adversarios porteños

Poco se sabe del conflicto del Libertador con los “notables” de Buenos Aires, porque fueron estos quienes, vencedores en las guerras civiles, escribieron nuestra historia consagrada y no pudieron obviar, a pesar de su antipatía, que a don José le correspondía sin discusión el lugar de prócer máximo. Es esta una hidalguía que debe reconocérsele a Bartolomé Mitre.

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San Martín. | cedoc

San Martín tenía un hondo sentimiento nacional y sus campañas militares en nuestro territorio lo pusieron en contacto con la plebe, con el gauchaje que constituyeron sus fuerzas y a los que entendió y valorizó. Sostuvo una excelente relación con los caudillos federales, tanto que fue al salteño Güemes y al cordobés Bustos, y no al gobierno de Buenos Aires, a quienes propuso la organización de una fuerza militar que avanzara por tierra sobre Lima para tomar a ésta en una pinza con las tropas que él desembarcaría en El Callao. Esta operación fracasó por la negativa de Rivadavia, acérrimo enemigo de don José, de financiarla.      

Cuando el caudillo cordobés Juan Bautista Bustos convocó en 1821 al federalismo a un congreso para dictar una constitución para las Provincias Unidas fue evidente que era San Martín su candidato para ocupar la jefatura del gobierno nacional. Esto provocó mucha inquietud en las filas unitarias y desde entonces se llevó a cabo una campaña de hostigamiento con el objetivo de anularlo, como lo relataría a su amigo y confidente Tomás Guido.

Enterado de que su esposa Remedios se había agravado de su tisis y que su muerte era inminente, San Martín decide viajar a Buenos Aires. Fue entonces cuando recibe un mensaje secreto del caudillo y gobernador santafesino Estanislao López: “Sé de una manera positiva por mis agentes en Buenos Aires que a la llegada de V.E. a aquella capital será mandado a juzgar por el gobierno en un consejo de guerra de oficiales generales por haber desobedecido a sus órdenes haciendo la gloriosa campaña en Chile, no invadir a Santa Fe y la expedición libertadora del Perú”. 

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Pero López no se limita a prevenirlo, también le ofrece protección: “Siento el honor de asegurar a V.E. que a su solo aviso estaré con la provincia en masa a esperar a V.E. en El Desmochado para llevarlo en triunfo hasta la Plaza de la Victoria (así llamaban entonces a la Plaza de Mayo)”. 

Desobediencia. La desobediencia a que se refería López sucedió cuando José Rondeau, Director Supremo en Buenos Aires, y también la Logia Lautaro, ante el avance de los caudillos Estanislao López y Francisco Ramírez, ordenan que el Ejército de los Andes, que en Chile ya preparaba la campaña del Perú, regresase a Buenos Aires para defenderla. San Martín, privilegiando el objetivo de la independencia argentina y sudamericana, se negó prefiriendo continuar con la campaña de los Andes y no compartiendo la necesidad de las autoridades porteñas de terminar con los caudillos provinciales.         

Las intenciones porteñas eran claras en el comentario de Vicente F. López, contemporáneo, en su “Historia de la República Argentina”: “Si el general San Martín hubiera querido obedecer á su gobierno nunca jamás se había presentado una ocasión más favorable para salvar el orden público y el organismo nacional. Todo era cuestión de aplazar un año la frenética ambición (sic) de expedicionar sobre el Perú que lo devoraba. Con sus tropas unidas á las del ejército de Tucumán y á las de la Capital, podía haber concentrado diez mil hombres sobre Santafé y Entrerríos, ahogar en el Uruguay, entre la frontera argentina y las tropas portuguesas, todos los caudillos montoneros sin dejar uno sólo capaz de caminar en dos pies”.  

Obsérvese cómo se premiaba la invasión portuguesa al Uruguay llevada a cabo con la anuencia de los gobernantes porteños, que así se propusieron y lograron liquidar al gran Artigas, ominosa maniobra que años después nos costaría la pérdida de la República Oriental del Uruguay.    

Al mando. San Martín, desolado, comprendió que, por su desobediencia, no tanto al gobierno defenestrado luego de Cepeda sino a la Logia que continuaría rigiendo la política porteña por mucho tiempo, ningún apoyo podría recibir de su patria, donde, por el contrario, era tildado de “aventurero”, “ladrón”, “loco”, opiómano”, “corrupto” y otras lindezas por el estilo.  Se lo acusaba de haberse preocupado por el destino de países extraños antes que de los avatares del propio. Como si la caída de Chile y especialmente del Perú no fueran condiciones indispensables para nuestra independencia. No en vano el Libertador había desarrollado un gran encono contra Buenos Aires y sus doctores: “El foco de las revoluciones, no sólo en Buenos Aires, sino de las provincias, han salido de esa capital: en ella se encuentra la crema de la anarquía, de los hombres inquietos y viciosos, de los que no viven más que de trastornos, porque no teniendo nada que perder todo lo esperan ganar en el desorden: porque el lujo excesivo multiplicando las necesidades se procura satisfacer sin reparar en los medios; ahí es donde un gran número de individuos quiere vivir a costa del Estado y no trabaja” (Carta a su amigo O´Higgins)

En Chile, la tantas veces demostrada dignidad de don José, pero también su fina intuición política, lo convencieron de que ninguna empresa le sería posible, al haber cesado su vínculo con los gobernantes porteños, si su mando no le era reafirmado por sus subalternos. La respuesta de sus oficiales fue unánime: “Respetadísimo Jefe. Queda asentado como base y principio que la autoridad que recibe el General de los Andes para hacer la guerra a los españoles y adelantar la felicidad del país, no ha caducado ni puede caducar, porque su origen, que es la salud del pueblo, es inmudable”. Este documento se mantuvo en secreto durante más de medio siglo y pasó a la posteridad como “El Acta de Rancagua”. 

También su gran amigo, el Director Supremo chileno Bernardo O’Higgins, el sostén moral y económico de la Campaña de los Andes, le hablaba con el lenguaje que entusiasmaba a San Martín: “Fortuna propicia nos está convidando a dar la última mano a la libertad de América; y le proporciona una ocasión y un motivo justo para resistir la orden de su gobierno”.

 

La Logia. Pero los unitarios porteños, luego rebautizados “liberales”, nunca se lo perdonarían, tampoco la Logia lautarina a la que había jurado obediencia. Poco se sabe de dicha sociedad secreta, salvo aquello filtrado en alguna correspondencia imprudente de Rodríguez Peña y las confidencias que haría, bastante tiempo después, el ya anciano general Zapiola al hábil Mitre.

Por la regla de la logia los hermanos elegidos para una función militar, administrativa o de gobierno debían asesorarse por el Consejo Supremo en las resoluciones de gravedad, y no designar jefes militares, gobernadores de provincia, diplomáticos, jueces, dignidades eclesiásticas, ni firmar ascensos en el ejército y marina sin previa anuencia de los Venerables del último grado, que serían así el verdadero gobierno del país. Tanto más fuerte y temible cuanto era oculto. Era la ley primera “ayudarse mutuamente, sostener la logia aun a riesgo de la vida, dar cuenta a los Venerables de todo lo importante, y acatar sumisamente las órdenes impartidas”. Un juez o jefe militar no podía castigar a un “hermano” sin aprobación de los Venerables. La revelación de los secretos, aun de los nimios, estaba custodiada por tremendos castigos que llegaban a “la pena de muerte por cualquier medio que se pudiera disponer”. En caso de desobedecer a la logia, lo que el Libertador hizo por razones patrióticas, la persecución y el desprecio de los hermanos lo seguirían en los menores actos de su vida en absoluto e inexorable boicot. Es iluminador leer las cartas entre el Libertador y su amigo Tomás Guido recopiladas por Patricia Pasquali, ya en el exilio, para constatar el sufrimiento que esa inquina le producía.

Para mayor desagrado de los “notables” porteños el Libertador, al morir, legó su sable a Rosas “como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. Lo que don José celebraba era la heroica defensa argentina contra el ataque, en dos oportunidades, de las mayores potencias de su época, Francia e Inglaterra. Una epopeya que nuestra historia oficial borronea por haber sucedido en tiempos de la Confederación rosista.

Una consecuencia del conflicto de San Martín con los poderosos de Buenos Aires, vencedores de Caseros y autores de la organización nacional, fue que los restos de nuestro héroe máximo debieron esperar treinta años antes de ser repatriados… ¡y en una semana de homenaje a Rivadavia!

*Historiador.