Después de un año de vivir organizados en base a derechos en medio de una pandemia que puso a la humanidad frente a desafíos civilizatorios, algunas viejas-nuevas conclusiones son más evidentes que nunca y nos obligan colectivamente a pensar en los posibles escenarios de salida de la crisis del covid 19. Me voy a concentrar solamente en reflexionar sobre algunas de las estructuras institucionales que definen la calidad de la esfera pública. Quedó claro que la discusión sobre la presencia o ausencia del Estado en la organización de las cosas comunes carece de sentido. Pero también quedó claro que las instancias institucionales deben ser pensadas de nuevo, para dotarlas de la capacidad suficiente para hacer frente a los desafíos que impone el devenir de la historia.
Vida en común. Como advierte María Julia Bertomeu con cita de “Kant: una concepción republicana de la justicia pública”), se necesita un diseño institucional que permita el ejercicio de una libertad compatible con la igual libertad de todos los demás. Para esto hay que destruir institucionalmente cualquier instancia que suponga dominación de una persona sobre otra. Solo la intervención pública puede crear las condiciones sociales que hagan posible la vida en común en libertad y como marco para crear prosperidad. Ello tiene que ver con garantizar el derecho a la existencia de todos los ciudadanos, el primer derecho humano sin el cual los demás se vuelven una quimera. Pero también se vincula con la necesidad de poner un coto a un proceso de decadencia que impactó sobre la salud, la educación, la seguridad, los poderes Ejecutivo y Legislativo y el sistema judicial.
Decía que en todo el mundo quedó fuera de disputa la necesidad de la presencia pública para enfrentar la crisis a través de las instituciones. Ello es más marcado en las sociedades como la nuestra, habitadas por la matriz estatal desde el momento del nacimiento. Pero también el coronavirus dejó en claro que no se trata del Estado como concepto abstracto sino que es preciso discutir cómo dotarlo de un conjunto de reglas sensatas y de funcionarios capaces de diseñar políticas públicas imaginativas y de implementarlas.
Estado. Hay algunos indicadores que muestran que la sola presencia del Estado no garantiza todo. Pensemos en las fiestas clandestinas anunciadas por las redes sociales que casi nunca fueron evitadas; en los problemas de conectividad para implementar la educación a distancia en todas las jurisdicciones; en la sustitución del paradigma del papel por el virtual en el trabajo burocrático de un día para otro y –al menos en el caso del sistema judicial– sin una planificación; en los desafíos a la salud pública que derivan de un sistema de transporte vetusto e insoportable; en la injusticia sustantiva que significa que muchas personas deban soportar la pandemia en condiciones de vida infrahumanas, etc.
Es verdad que la variable económica tiene un peso muy significativo en todo eso. Pero igual o mayor importancia corresponde asignarle a la esfera institucional. Adam Smith advertía acerca del riesgo de que el Estado abandonara la causa de la promoción del bien común: “Debe evitarse que la rapacidad baja y el espíritu de monopolio que prevalece entre los comerciantes y manufactureros… perturben la tranquilidad de otras personas” (La riqueza de las naciones).
El Estado se expresa a través de la ley. Es real que las leyes en sí mismas no garantizan resultados. Sobre todo en sociedades con tantos problemas para respetarlas, pero si algo demostró hasta ahora la pandemia es que solo los marcos legales suministran la chance de construir instancias de igualdad relativa que, por ejemplo, definan que algunos productos son bienes comunes –las vacunas– y que son necesarios criterios establecidos legalmente para distribuirlos.
Es clave en este aspecto recomponer el entramado institucional, entendido como el conjunto de mediaciones que hacen posible asir, discutir y resolver pluralmente los problemas que son comunes. Muchas situaciones agobiantes de nuestra vida pública no hubiesen ocurrido (o su intensidad hubiesen sido mucho menor) con un andamiaje fuerte y acompañado de una burocracia autónoma, competente, eficaz y responsable. A veces, la superposición entre el lenguaje de la Constitución y las prácticas de los actores políticos derivó en una sospecha peligrosa: pensar en la impotencia de la democracia para resolver problemas colectivos que llevaron, por ejemplo, a que los tribunales de justicia resolvieran cómo administrar algunas dimensiones de la pandemia.
Carlos Sánchez Viamonte advertía (Utilidad de las dictaduras) sobre “… la insuperable dificultad de convencer a la masa del valor y de la importancia insustituible que revisten para el progreso humano las formas institucionales, incluso para el logro y la estabilización de las más atrevidas conquistas revolucionarias”. Y aquí hay una responsabilidad de la dirigencia en el sentido más amplio del término. Básicamente porque, como sostuve en República de la impunidad, nuestras instituciones son porosas y a menudo aparecen captadas por intereses particulares. Allí yace gran parte de la desconfianza entre gobernantes y gobernados. Estos sienten que las instituciones son duras con los débiles y dóciles con los poderosos.
Instituciones. Con el saldo de un año y meses de coronavirus, ya sabemos que el desempeño de las instituciones en nuestro país está lejos de la promesa constitucional. Tienen que ser reapropiadas por los ciudadanos y rediseñadas. Allí surge la responsabilidad dirigencial. Primero, para fortalecerlas y comprometerse a no manipularlas en interés propio. Segundo, para hacer docencia y tender puentes que reconcilien a los ciudadanos con el régimen político.
Los efectos del virus visibilizaron, cristalizaron e incrementaron desigualdades que afectan las capacidades de respuesta de las repúblicas democráticas y que corroen los cimientos del régimen político. Proteger la Constitución y, en consecuencia, la república democrática es un deber colectivo; pero sobre todo de la dirigencia. Juan Linz lo analizó en La quiebra de las democracias. Enfatizó la importancia de los comportamientos de las elites políticas en las crisis y advirtió que la irresponsabilidad de los grupos dirigentes podía a contribuir a que algunos problemas se volvieran insolubles y desembocaran en crisis más agudas.
La vida en comunidad no existe fuera de las instituciones, precisamente porque sin ellas hay violencia, impunidad, fuerza y arbitrariedad. Solo la ley crea un espacio colectivo y universal en el que el poder carece de lugar fijo, porque se juega en un debate permanente entre sujetos iguales tanto en términos civiles como políticos. El desafío de la pospandemia, entonces, tiene que ver con repensar el Estado honrando a la Constitución con lealtad y en agudizar la creatividad para diseñar nuevas formas institucionales capaces de volver inclusivo el régimen político, como dice el Preámbulo de la ley fundacional, “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”.
*Fiscal penal de la Nación.